|28| Extraños en la plaza

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El parque de Forst ocupaba toda una manzana, estaba ubicado en el centro del pueblo. A él llegaban todas las avenidas principales que aquí había, y a sus alrededores se alzaban varios edificios de más de siete pisos correspondientes a los de algunas corporaciones estatales y agencias gubernamentales. Era, por lejos, el lugar más concurrido del pueblo. Por esa misma razón, me sorprendió cuando el Samaritano me citó allí, en la plaza central Gold Newberry; y más aún a este horario.

Sentía las palmas de mis manos humedecerse y la brisa fría congelarlas mientras me adentraba en el gentío que se movía de un lado a otro, yendo y viniendo, con la agitación típica de los oficinistas. Apenas llegué pude deducir que sería difícil descubrir entre la multitud a quien buscaba. Había visado, en mi intento por encontrar al Samaritano, muchos hombres y mujeres cruzar con sus teléfonos a lado de su rostro sumidos en llamadas que parecían ser de importancia. Por mi parte, detuve mi andar frente al reloj cucú, esperando que sucediera lo que debía. Miré a mi alrededor, no obstante, no encontré una sola persona en la multitud de apariencia extraña o que mantuviera la mirada en mí. Sacudí mis hombros cuando reconocí mis emociones, nunca antes me había sentido tan insignificante y tan ansioso al mismo tiempo. Resoplé alzando la mirada, apenas habían pasado cinco minutos de mi llegada.

Las manecillas del reloj parecían avanzar a un compás tranquilo, opuesto al latido en mi pecho. «¿Tomé la decisión correcta?», me sugirió mi conciencia de repente. Sin embargo, no una tenía respuesta verificable, todo era subjetivo y dispuesto al azar. El sensorio de mis dedos comenzaba a desaparecer por la temperatura invernal de Forst, lo que me llevó a resguardar mis manos en los bolsillos de mi campera. El tumulto no parecía querer apaciguarse conforme pasaban los minutos, hasta parecía irónico y por mi mente comenzó a formarse la idea de que sería dejado plantado o que quizás todo era una simple broma de mal gusto. Un dolor agudo hincó bajo mi esternón cuando reconocí que esto podría ser una obra de él, y no de su perro como se nombraba en la carta. Las ropas que llevaba puestas se percibieron repentinamente incómodas, estiré del cuello del abrigo en el momento en que mi respiración se tornó consciente y levemente laboriosa. «Es mejor volver, si es una trampa tengo que asegurar el bienestar de mi familia», pensamientos intrusivos se formaron de inmediato.

Volteé en mi lugar decidido a regresar a la camioneta, más en ese momento me volví consciente de la cantidad de personas a mi alrededor, pero en particular de un hombre estático entre el vaivén de ciudadanos. Vestía ropas completamente oscuras, desde el sombrero de galera baja hasta cerca de la cintura, que era lo que el entrecruce de oficinistas dejaba ver. No se movió y permaneció mirando hacia abajo cubriendo su rostro con el ala de su sombrero, la cual era sostenida por su mano enguantada también en negro. Obstruía mi camino de regreso a la camioneta. No fui capaz de emitir acción alguna, presentía que era lo correcto no perderlo de vista ni acercarme. Fue entonces, cuando mi pulso resonó en mis oídos que un impacto súbito robó por completo mi atención. Alguien me había chocado y caído frente a mí. Bajé la vista hacía la mujer en el suelo al mismo tiempo que mi cuerpo reaccionó por cuenta propia con la intención de ayudarla, más me detuve y aprisa busqué al sujeto misterioso, pero ya no habían rastro de él. Chisté y con emociones que en aquel instante no pude identificar si se trataban de alivio o preocupación, terminé de inclinarme hacia la mujer para extenderle mi mano.

Al agacharme noté que parte de las cosas que había en su bolso se habían caído y se hallaban dispersas a su alrededor.

―Disculpé...―solté sin prestar mucha atención y apresurándome en juntar las cosas para ponerlas dentro de su bolso.

Estaba recogiendo un paquete envuelto en papelería marrón, que lucía como un sobre, cuando una mano se posó sobre la mía deteniendo mis movimientos. Era delicada, con un par de anillos de oro y pequeños, lucía arrugada por la edad y sobre su muñeca llegaba la tela blanca de su tapado. Mis ojos siguieron el recorrido hasta el rostro de la mujer, su tez era casi tan clara como las prendas que vestía, y su cabello castaño que llegaba hasta sus hombros sobresalía. Algunas marcas de la edad nacían de las comisuras de sus ojos, sus ojos... eran grises y brillosos, pero sobretodo me observaban con calidez. Una opresión suave y melancólica apretó mi corazón. Me recordó a la mirada que ponía mi madre cuando tenía que reprenderme, pero elegía contenerse y mirarme con ternura. Tenía facciones agradables y una mueca menguante que asimilaba una sonrisa comprensiva. El calor de su tacto sobre mi mano revolvió emociones que procuraba guardar en lo profundo para no mostrarme débil. «Mamá», recordé llamando a la mujer que, si bien no compartía mi sangre, me cuidó y crio como suyo.

Conejo blanco. [ACTIVA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora