Capítulo primero I

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                                                                I

La llamaban Desalmada, Salma para los amigos, aunque ese no era su verdadero nombre. Había pasado mucho tiempo desde que alguien lo había utilizado. Agapi Vangyá no eran más que dos palabras que le evocaban el doloroso recuerdo de un pasado ya inexistente, el recuerdo de una niña débil y asustadiza que siempre se escondía tras la figura de su padre. Salma era fuerte y decidida. Agapi había perdido a toda su familia. Salma había encontrado una nueva en los miembros de los Setas.
Koris, con un ladeo de cabeza en apariencia disimulado, le miró de soslayo el trasero y mostró una sonrisa descascarillada. Salma le dio un manotazo en la nuca. El de la cicatriz en el rostro secundó el gesto y golpeó al mellado con fuerza. El de piel negra y anchos brazos sonrió, sacudiendo la cabeza.

—Te patearé los huevos si lo vuelves a hacer —masculló la mujer con los labios apretados. Las oscuras trenzas se agitaron sobre los hombros cuando escupió a un lado con fuerza—. Y tú, moreno, ¿por qué tan risueño, si miras tanto como él? Vigila los tuyos también.
—Yo no miraba —mintió Tombo con voz grave—. Yo seguía su mirada, pero sin prestar demasiada atención.
—Lo estás empeorando.

Salma lo observó con los ojos entornados. Tenía la tez pálida, en contraste con el cabello como ala de cuervo, los labios finos y, su expresión de permanente ausencia, completaba la composición perturbadora. Tombo tocó con los pulgares los tirantes de los que colgaban un buen par de afilados cuchillos y arrugó los labios con gesto displicente. Trató de cambiar de tema: 

—Creo que deberíamos comprar unos caballos.
— ¿Y lo propones tú? —se jactó Bortos con la boca torcida. La cicatriz le cruzaba toda la mejilla izquierda, un lado de la boca y parte del mentón. Cuando hablaba, la herida se arrugaba y se hundía en su rostro de forma horrible—. Creo que necesitamos caballos desde que los perdiste, hideputa.
—No los perdí, jefe —corrigió, alzando el dedo índice, en gesto didáctico—. Los aposté.
— ¿Y qué diferencia hay?
—No lo sé… ¡Un momento!

Tombo se detuvo en medio del camino con el ceño fruncido y se rascó con fuerza las oscuras cerdas que le cubrían la mandíbula. La mole parecía estar meditando la respuesta. El resto de Setas, habituados sus profundas reflexiones, aguardó con paciencia. 

—No, no lo sé —habló el moreno con gravedad —. La tenía en la punta de la lengua y... ¿vuelve? No, es rocío del árbol, claro. 

Bortos contuvo la respiración con estupefacción. Meritorio fue su esfuerzo por no zurrarle. Miró a Salma y a Koris, que sacudían la cabeza con expresión ceñuda; la frustración se reflejaba en sus rostros. El cabecilla de los Setas inspiró con fuerza, hinchando mucho el pecho. Exhaló largo y tendido. Inspiró otra vez y de nuevo expulsó el aire con lentitud. Tras calmarse un tanto, Bortos trató de continuar la conversación desde el punto en el que aún parecía tener sentido. Procuró que no le temblara la voz.

—¿Quién demonios tuvo la genial idea de dejar a este paleto al cargo de las monturas?
—Si no recuerdo mal, creo que fuiste tú, jefe —rezongó Tombo con un encogimiento de hombros—. Así que en cierto modo, tú perdiste nuestros caballos.
—¿Qué yo perdí nuestros…? ¿Qué yo…? —preguntó Bortos con evidente disgusto—. No me puedo creer… ¿Es que acaso me has visto cara…?
—Déjalo estar, jefe. Aprendamos de nuestros errores. Pronto veremos a alguien y les robaremos los caballos, verás. 

No se cruzaron con un alma.
El camino era pedregoso y el astro rutilaba sobre sus cabezas como un fuego abrasador. El arco de Salma chascaba contra su espalda en su apresurado andar; las flechas de la aljaba colgada al bies traqueteaban de forma irritante. Los cuchillos de Tombo se agitaban con un sonido metálico sobre su enorme pecho y las tachuelas sobre las mangas y los hombros repiqueteaban a cada paso que daba. El rubio hacía rato que no mostraba su desagradable sonrisa. Bortos tosía perceptiblemente y, de vez en cuando, se rascaba con cuidado la cicatriz de la mejilla. 

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