Capítulo segundo II (Parte dos)

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Guindt resopló con gesto adusto cuando el capitán al mando de su compañía ordenó reanudar la marcha. Dado su comportamiento con el mariscal de campo se le había asignado la noble tarea de palafrenero. Un cometido que, pese a su bien sabida imprescindibilidad en períodos bélicos, destacaba la incompetencia de uno y lo estigmatizaba —a causa de la naturaleza beligerante del pueblo norteño— ante los ojos del resto de la tropa. Este hecho había provocado recalcitrantes mofas y risas hacia su persona cuyo origen era suscitado a todas luces por y para divertimento de su archienemigo Súyer de Tulán. Apodos vejatorios tales como << Guindt de Vallediondo, Guindt de Plastagrís>> casi lograron quebrar su espíritu. Con todo, el tulliense no contaba con demasiados partidarios en este asunto ni, dicho sea de paso, en ningún otro. Así que tras días de estoico silencio y pullas desoídas, las burlas fueron disminuyendo. Para su sorpresa, jamás cesaron; siempre se presentaba de no se sabía dónde el borrachuzo de turno —quizá fruto de una apuesta o del puro aburrimiento— que, tras un silencio en el que se apreciaba el esfuerzo que le confería a la búsqueda de calificativos adecuados, se largaba sin mediar palabra más colorado que como había llegado. En ocasiones, el alcohol los conducía a elevadas cotas de ingenio que resultaban en un <<Mierdoso, apestoso, u oloroso >>. Guindt todavía recordaba al tipo de la noche anterior que, en toda su beoda lucidez, lo golpeó repetidas veces con el dedo índice sobre el pecho y su aliento a cerveza agria y le espetó:

–Eres una mierda. Negra y grande. Cabrón.

Esto último fue más molesto que cualquier otro insulto, pues provocó que evocara a su camarada cabrío, el confuso sueño, y la quemazón insistente de la palma de su mano.

<<Tu mokka quedará marcada>>, le asaltó la perturbadora frase de forma automática, como si de un resorte a la espera de ser activado se tratara. Blasfemó interiormente sobre los progenitores del barbudo que había inducido su transitorio desasosiego y trató de no cavilar demasiado sobre ello.

No obstante, se le presentaba una rutina exasperante y, pese a que lo normal habría sido amenizar el avance con reflexiones profundas y triviales a partes iguales, trató de cumplir su trabajo con eficiencia sin distracción alguna. Tal era su terror frente al contenido del sueño.

Nunca había tratado con caballos, pero no tardó en darse cuenta que se le daban bien. A todos los cepillaba y alimentaba a cada alto en el camino, y siempre que advertía a alguno al borde de la extenuación, les quitaba los fardos y bolsas de viaje y las disponía sobre otros más frescos. En ocasiones, se prestaba él mismo para hacer las veces de mula de carga.

A la semana de la partida de Vallegrís, se detuvieron en lo alto de una ladera que dominaba una pequeña villa que se extendía desde la margen de un lago cercado por altos pinares. Los reclutadores de la comitiva partieron y volvieron en un parpadeo y no trajeron consigo más que a un par de jóvenes lampiños. Por fortuna para Guindt, uno de ellos fue asignado como palafrenero: era un tipo enjuto, de mirada huidiza, de perpetua postura encorvada y cabellos como la miel. No hablaba demasiado, tenía un aspecto enfermizo y unos ojos grandes como platos; la tropa no tardó en bautizarlo como Ojazos. No cabía duda de que la presencia de Ojazos facilitó su trabajo y alivió un tanto su carga física y mental. Hasta ese momento no había tenido demasiado tiempo para meditar sobre lo acontecido durante los diez días pasados y, a decir verdad, ni siquiera se había percatado de la total ausencia de su amigo el carnicero.

<<Quizá no aparece por temor a que mi situación empeore>>, reflexionó el joven con un mohín en los labios.

Lo que más molestaba a Guindt no era la ausencia de Aleb, sino la falta de sus consejos. Había estado preocupado por sus precarias posibilidades de supervivencia desde el penoso duelo frente al general tulliense y, ciertamente, creía necesario repetidas prácticas de espada para aumentarlas. No teniendo a otro con quien hablar, se aventuró con Ojazos. Este le contestó que jamás había sostenido un arma, salvo para abrir cartas; su aspecto ya sugería la carencia de actividad física, pero jamás habría imaginado que se trataba de una rata de biblioteca.

BrechaWhere stories live. Discover now