Capítulo primero III

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                                                                   III

El mariscal de campo Súyer Dantill, natural de Tulán, alzó la cabeza con curiosidad; un pájaro sobrevolaba la raña por la que cruzaban. Era un azor.

«Mal augurio, mal augurio», pensó, al tiempo que torcía el gesto y escupía a un lado. «Dígnate a darnos un respiro, su puta madre».

Miró de soslayo por encima del hombro: casi trescientos hombres de infantería lo seguían maquinalmente con la mirada perdida en horizonte, en sus botas…; con la mirada de aquellos cuya paz ha sido perturbada por un inesperado agresor. El primer ataque se había efectuado hacía más de dos semanas y el mensajero real que arribó al castillo de Tulán al cabo de unos días del suceso, relató lo acontecido con minucioso detalle. Súyer lo recordaba.

                                                         ⋆⋆⋆

—El duodécimo día del tercer mes de Semilla, cuando los silianos advirtieron las estelas de humo desde el otro lado de los Alques —hablaba el heraldo con voz firme. Extendió el pergamino de nuevo, que persistía en enrollarse, y continuó a grito pelado—: A media mañana, los que vivían en la cara sur ya habían recibido un daño demasiado grande. Una hueste de cientos aniquiló las guarniciones apostadas en el portazgo fronterizo y arrasó los campos y aldeas que estas defendían.
—Por los huesos de Kivria —masculló Sagnar, royendo una pata de conejo. Se hurgó con los dedos en los dientes y escupió un trozo de pellejo a un lado—. ¿Quieres que muramos de aburrimiento?
—Padre —intervino Súyer con expresión turbada—. Modere sus formas, estamos ante un dignatario real.
—Y que seas hijo mío… —murmulló Sagnar con expresión cetrina. Al poco dejó la pata pelada sobre una bandeja gris y eructó sin pudor alguno. Acto seguido, tomó la bandeja de comida y la lanzó contra su hijo, que se sentaba a su diestra con cara de circunstancia.

El joven tulliense —acostumbrado al carácter violento de su padre— había anticipado su gesto y, con los hombros encogidos y la pierna y el brazo izquierdo alzados, evitó el golpe en la sien. La bandeja resonó en la oquedad de aquel lúgubre salón y los restos del conejo rebotaron sobre las losas con un chasquido húmedo. El heraldo se movió nervioso en el sitio y se aclaró la garganta antes de continuar.

—¿Te he dado permiso para que hables, mensajero? —gruñó Sagnar mientras hundía la mano grasienta en la espesura de su barba rojiza—. Ahora al fin, callados. Aclárame algo, ¿a qué viene toda esa estúpida prosa?
—Señor, yo no he escrito el mensaje, solo leo…
—Conque solo lees, ¿eh? Ya veo. —Dedicó una mirada de desprecio a su hijo y se alivió un picor inesperado en el trasero con las dos manos—. Ese Eskel y sus zarandajas… qué remedio. ¿A qué esperas? ¡Vamos, lee! 
—De acuerdo —dijo el heraldo con un deje de desconcierto en la voz—.  ¿Por dónde iba? Ah, la hueste de cientos, sí. —Carraspeó dos veces, tomó aire e hinchó el pecho antes de proseguir—: La gente huyó en desbandada a los pies de los Alques, al amparo de los jefes alquinos que se atrincheraban tras los muros de la ciudad. Pero las huestes desaparecieron. Cuando los batidores de Ezén Puño de Hierro alcanzaron el paso fronterizo, no encontraron más que los cadáveres de sus caídos, por…

El joven heraldo se detuvo ante la inesperada y rasposa carcajada del barbado Dantill que, al poco, degeneró en un acceso de tos. A todas luces disfrutaba con la desgracia ajena de cierto comandante del sur alquino. No era esto extraño, si se tiene en cuenta que los Puño de Hierro siempre habían sido enemigos acérrimos de los Dantill. A decir verdad, toda Casa, clan o asentamiento norteño odiaba a los tulienses del lado Sur, incluida la mitad Norte de Tulán; su pérfida actuación en la última guerra civil les había granjeado la condición de traicioneros y poco confiables, y el paso del tiempo —pese a que el Norte siempre había sido un pueblo guerrero y beligerante con la firme creencia en que aquel más fuerte debía detentar el poder—  no había logrado borrar de la memoria del pueblo norteño la ruina de Leiread´neh. Huelga decir que, a excepción del actual soberano Eskel I, los tullienses sureños podían contar a sus aliados con los dedos de una mano. Cuando Sagnar se percató que había interrumpido la lectura del mensaje, detuvo su regocijo y observó al heraldo con ojos acerados.

BrechaWhere stories live. Discover now