Capítulo primero II

95 3 4
                                    

                                             II

Una estrecha calleja se abría frente a él. Un cielo exento de luz lo cubría todo con espeluznantes sombras y los haces de luna, que se colaban entre las nubes como estiletes blancos, acusaban el aspecto perturbador. El hombre se estremeció en el sitio y miró en derredor con el corazón en un puño. Lo que vio tras de sí no le resultó demasiado tranquilizador; un denso banco de niebla cubría casi todo el callejón y parecía avanzar hacia él. Tenía la certeza de que algo horrible le ocurriría si entraba en contacto con aquella siniestra bruma. No podía hacer otra cosa que dirigirse hacia la oscuridad de más adelante. 
Se adentró con paso vacilante, preso de un terror incipiente; no alcanzaba a ver nada poco más allá de la punta de sus botas. Con todo, no se detuvo y siguió caminando durante un rato. El sonido de sus pisadas reverberaba por doquier. La calle parecía no tener fin y el hombre comenzaba a sentirse muy cansado. ¿Cuánto había avanzado ya? 
Un crujido bajo sus pies lo obligó a detenerse. Tuvo que inclinarse mucho para distinguir lo que había pisado. Al reconocerlo dio un respingo y soltó un gritito ridículo. La imagen de un cuervo con el cráneo reventado no era demasiado agradable y, ciertamente, no era lo que se había esperado. Antes de que pudiera meditar sobre la presencia del animal, un graznido estridente que parecía provenir de todas partes lo hizo saltar hacia atrás en un acto reflejo. El corazón le latía muy deprisa y su respiración se entrecortaba. Buscó con ojos asustados el origen de aquel horrible chillido y, un poco más allá, la luz que despedía un pequeño farol enclavado sobre la pared —¿por qué no había reparado antes en él?— le facilitó la tarea. Posado sobre un montón de cajas dispuestas bajo aquella tenue luminosidad lo aguardaba un azor. Su cabeza se apreciaba parda y gris, el pico oscuro, rayado en la garganta y el vientre blanco por barras castaño negruzcas. Las patas amarillas aferraban con fuerza el extremo de una de las cajas y sus ojos cobrizos parecían estar observándolo con mucha atención. Se alzó un tanto y ladeó el ala izquierda, desde fuera hacia adentro, como si lo animara a acercarse. El hombre miró con nerviosismo hacia ambos lados del callejón y se aproximó con cautela. La rapaz inclinó la testa de arriba hacia abajo.

«Eso, es a todas luces un saludo», pensó el tipo con sincera sorpresa. No cupo en sí de asombro cuando del pico del animal brotaron unas palabras.

—Al fin has llegado, pequeño pajarito —graznó el ave con serias y obvias dificultades para vocalizar.
—¿Pero qué? ¡Puedes hablar!

El azor asintió —si acaso eso era posible— con cierto orgullo y, acto seguido, retorció el cuello para aliviarse con picotazos bruscos muy cerca de la cola. 

—Por supuesto que puedo hablar. Y cantar. —Dicho esto, alzó la cabeza un tanto y gorjeó un ritmo pegadizo. Al son del trino, el pájaro comenzó a cabecear hacia atrás y adelante estirando mucho el cuello—. ¿Has visto? 
—Vaya, eres un ave de lo más divertida. —Sonrió el hombre, aplaudiendo su breve actuación—. Por un momento pensé que me sacarías los ojos por pisar a tu amiguito. 
—Ese no es mi amigo. Y no te preocupes, han muerto muchos cuervos a lo largo de la historia. Miles, cientos de miles. Te aseguro que no será el último. 
—¿Lo has matado tú?

El pájaro asintió y, tras un breve aleteo, se colocó sobre el candil de la pared. 

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó el hombre con un deje de reproche en la voz.
—Tenía hambre —reconoció el animal mientras se hurgaba con el pico en el interior del ala derecha—. ¿Acaso nunca has matado por necesidad?
—Yo… —dudó unos instantes sin saber bien qué decir—. No… No acabo de entender qué estoy haciendo en este lugar. No recuerdo por qué estoy aquí. ¿Por qué…? ¿Por qué puedes hablar? Los pájaros no deberían… —El hombre calló de súbito y giró sobre sí mismo cuando recordó la temible niebla que hacía rato parecía perseguirlo. Aquella masa informe se encontraba a escasos pasos detrás de él, como si lo vigilara, acechante—. ¿Qué demonios es esa niebla? 
—Es un túnel espacio-temporal —respondió con un ademán del ala, como quitándole importancia—. Pero no te preocupes por eso ahora, no te hará daño.  Ahora debes de seguir tu propio camino. Ese es tu cometido. Y el de todos en esta vida. 
—¿Cómo dices?
—Disculpa, siempre que abro el pico me ando por las ramas.
—Te encuentro demasiado enigmático, incluso para un pájaro parlante —apuntó el hombre con molestia—. ¿Puedes decirme cómo salir de aquí? Que me persiga un fenómeno atmosférico no es demasiado tranquilizador. 
—Olvídate de eso —graznó el azor con las alas extendidas a los lados—. Observa lo que te rodea y regocíjate.
—¿Pero de qué estás…?
—¡Regocíjate! 

BrechaWhere stories live. Discover now