Capítulo segundo II (parte uno)

84 2 2
                                    

                                                                   II


Se despertó llevado por una furia primigenia, al tiempo que arrastraba un iracundo gruñido ensordecedor. Un fuego intenso, que parecía quemar todo su ser, latía en sus entrañas y devoraba toda huella de raciocinio. Intentó calmarse y recordar la causa de su cólera; no logró evocar las imágenes que lo atormentaban. Un chasquido de  madera ardiendo llamó su atención.


<<Una hoguera>>, advirtió Guindt con cierta sorpresa. <<¿Cuándo he encendido yo...?>>. Sin darle demasiadas vueltas, se apoyó sobre los codos y observó el ponto estrellado que colgaba sobre su cabeza.


Soplaba una brisa suave y el cielo no parecía presagiar lluvia. Inspiró y exhaló un par de veces y sosegó su agitada respiración; todavía le hervía la sangre. Al cabo, un tanto menos agitado, se levantó con renuencia y echó una ojeada alrededor. No reconocía la vegetación, ni tampoco la geografía que se vislumbraba a lo lejos, tras el cinturón de árboles y lentiscos que lo cercaban. Si uno prestaba cierta atención, podían apreciarse pequeños roedores que correteaban por sus ramas más altas. Guindt percibió algo que lo perturbó sobremanera: todo elemento del paisaje parecía bañado en una tonalidad amarillenta, como de pergamino viejo.

De pronto las lenguas llameantes de la fogata ondularon impelidas por una fugaz corriente; creyó oír algo unos metros tras de sí, justo en la dirección del reciente golpe de aire. El cazador se llevó la mano a la espalda en busca de su arco; no estaba. Probó con el puñal de la cintura; tampoco. No pudo evitar alzar las cejas con sorpresa. Jamás salía de casa desarmado. Pero aquel lugar no se parecía en nada a su hogar con ese pálido color pajizo por todas partes. Incluso la tierra era amarilla.


El ambiente allí era de lo más asfixiante, casi rozaba el bochorno. El joven se arremangó de forma instintiva. Al punto, reparó en que no llevaba su ropa habitual, sino un chaleco de tela basta y unos calzones cuyas costuras habían visto mejores días.


<<¿Dónde están mis cosas?>>, se preguntó el joven con sincero desconcierto. <<Y por la Eterna Anciana, ¿dónde diablos estoy?>>.


Trató de recordar cómo había llegado a aquel lugar. No le venía nada, ni una sola pista. Se había despertado gritando pero, ¿qué lo había cabreado de esa forma?

Una leve sacudida tras unos arbustos lo sacó de sus reflexiones. Ahora podía afirmarlo con seguridad; no estaba solo. Apretó los puños con fuerza una, dos, tres veces, y los alzó a la altura del pecho. Adelantó el pie izquierdo, encogió el cuello bajo los hombros y flexionó las piernas un tanto para adoptar una suerte de postura defensiva. Otra sacudida, mucho más violenta que la anterior. A esto lo siguió un fuerte temblor que hizo que Vallegrís se estremeciera en el sitio. Algo enorme se acercaba y no disponía más que de sus manos desnudas y un coraje veleidoso para hacerle frente. Otro retumbo; el joven tragó saliva y se preparó para lo peor.


–¡Por detrás! –Vallegrís se giró con la velocidad del pensamiento dispuesto a soltar un par de buenos puñetazos a lo que se acercara. La visión de unas grandes fauces abiertas de lo colmó de un miedo primario. Las piernas le flaquearon en su nerviosismo.


Guindt cayó sobre su trasero y se alejó reptando con el rostro desencajado; cuando sintió el calor de la hoguera a sus espaldas, se detuvo y contempló al terror andante que se erguía ante él. Un ser sacado de las más horribles pesadillas lo observaba con ojos siniestros, sabios y crueles. Su cabeza era enorme y oscura, del mismo modo que las patas escamadas, provistas de punzantes garras que quitaban el hipo, y la cola repleta de púas. El pelo blanco que cubría el resto de su cuerpo destellaba; se apreciaba duro y resistente, como un mar de espinas gruesas. Bajo las tiesas orejas picudas, surgían unos gruesos cuernos curvos en forma de U inclinados hacia delante. Para mayor espanto de Vallegrís, de alguna condenada y absurda manera, dispuestas a ambos lados de los cuartos delanteros, destacaban unas alas que hacían las veces de codillo; semejantes a dos grandes y agudas varillas de abanico unidas por un ribete de piel dura que se recogían y distendían a voluntad. Aquel monstruo podía desgarrarlo con sus zarpas, devorarlo de un bocado o alzarlo en volandas y soltarlo a gran altura. Lo observó con los ojos desorbitados y la boca entreabierta. Las manos le temblaban, las sienes le pulsaban y creía que el corazón le iba a estallar; jamás había sentido un terror igual. El incidente con el oso era una pantomima comparado con la contemplación de aquella especie de gigantesco reptil alado. Exudaba un aura ancestral.

BrechaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora