Capítulo primero V

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                                                                                   V

Los pasos del guardia reverberaron amortiguados entre las altas paredes del callejón. Hans alzó la cabeza y le pareció distinguir el lomo de un animal acostado sobre el muro.

<<Probablemente se trate de un gato>>, pensó el tipo con los ojos entornados. 

El puerto —donde verdaderamente sí era necesaria la presencia de efectivos de la guardia zoviana— no estaba demasiado lejos de la zona en que Hans acostumbraba a hacer su ronda. A causa de esto, el área que circundaba las transitadas dársenas de Puerto Blanco apestaba a salitre y a gaviota mojada todos los días del año. 
Hans se frotó la frente perlada de sudor con el dorso de la mano en un gesto automático. 
El ambiente esa noche en Puerto Blanco era asquerosamente húmedo, bochornoso y asfixiante; algo a lo que se había habituado tras años de monótono servicio. Con un movimiento de cabeza escupió a un lado y reanudó la marcha con renuencia.
El rostro pálido del celeste Eúbar rutilaba en la oscuridad de la noche con haces de plata. Hans se detuvo en el centro de la calleja y observó el divino astro con expresión taciturna. Rezó interiormente por el bienestar de su familia y, tras una breve oración, trazó un círculo con los dedos índice y corazón a la altura del pecho. 
Por el momento la ronda se sucedía sin incidencia alguna. 
Alcanzó la Calle de las Putas y no advirtió nada fuera de lo común: el habitual borrachuzo sin blanca recostado contra la pared de un burdel; las acostumbradas parejas de cortesanas exhibiendo sus encantos junto a la entrada de sus respectivos locales; el constante grupo de babosos —que acababan siendo echados a patadas— y mirones importunando a las damas de compañía. 

<<Todo en orden >> observó, con las manos a modo de visera sobre las cejas. 

Una vez, recordó Hans con cierta rabia y aversión, cogió a uno de esos pervertidos “sacándole brillo” a su espada frente a uno de los lupanares; tuvo que llevárselo al calabozo ayudado por otros dos compañeros. Lo más desagradable de aquella situación, pese a las apariencias y las inevitables risas de los concurrentes, no fue la reducción del sujeto con su miembro en plena erección, ni el trayecto a la celda durante el cual el tipo persistía en terminar lo empezado. Lo peor de aquella experiencia sucedió cuando, al poco de entrar al cuartel y a la espera de dar parte del incidente, el pervertido suspiró con fuerza a sus espaldas. Hans, todo inocencia, giró sobre sus talones y observó el rostro enrojecido del hombre con apreciable desconcierto. Cuando quiso reaccionar ya era demasiado tarde; el tipo había descargado su entusiasmo sobre su uniforme. Jamás olvidaría la vergüenza de entonces, ni las humillaciones posteriores. Como tampoco olvidaría los consecuentes apodos ni el injusto descenso de rango. 
Sumido en estos alegres recuerdos, Hans dobló en la esquina que daba a la tonelería y se adentró en la Calle de los Gatos. No hacía falta ser un halcón para apreciar los ojos amarillentos que lo observaban desde las sombras, inmóviles, de una forma siniestra y de lo más felina. El guardia se detuvo en el sitio y miró en derredor con ojos atentos. A parte de la perturbadora vigilancia animal, no advirtió nada que llamara su atención. Retomó sus pasos y volvió a detenerse; el singular farol desvencijado y medio enclavado —cuya parte superior hacía las veces de cama para gatos— estaba apagado. La rutina le había jugado una mala pasada. 
Hans se acercó con largas y nerviosas zancadas al farol de pared y escrutó su interior; la mecha todavía humeaba. Acto seguido abrió la caja de vidrio y comprobó la temperatura de la cera con la yema del dedo. 

—Está caliente —murmuró con cierta sorpresa—. ¿Otro golpe de aire? Hay que anotarlo.

No era extraño que esto ocurriera y, ciertamente, informar de minucias de tal cariz no se encontraba entre sus obligaciones. Si bien Hans siempre había sido conocido como alguien sociable y despreocupado, desde el incidente del masturbador crónico, el miedo al fracaso y a las burlas consecuentes lo habían vuelto un tipo silencioso, metódico y expeditivo.
Con un gesto rápido y experto en su constante uso extrajo un pedazo de papel y una pluma del bolsillo interior de su chaqueta y apuntó: Calle gatos. Farol apagado. ¿Viento o mano de hombre?

BrechaWhere stories live. Discover now