Capítulo 1.

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Caminaba despacio, arrebujada en mi desgastado abrigo intentando crear una inútil barrera contra el frío. Pensé en lo que me esperaba en mi actual ‘casa’ y me entró un escalofrío. Cuando me quise dar cuenta, tenía ante mí el destartalado edificio que tanto aborrecía y que estaba siendo mi residencia desde hacía ya dos años. En mi cabeza seguían las mismas preguntas que me habían perseguido desde que llegué aquí: ¿Dónde estaban mis padres? ¿Qué había sido de mis hermanos? ¿Los habían llevado a un sitio como este?  Aun me imaginaba al pequeño Nico encerrado, rodeado de desconocidos y escondido en un rincón temblando y se me ponía la piel de gallina. Quité esos horribles pensamientos de mi cabeza con una sacudida y abrí la pesada puerta con un chirrido. No me esperaba la penumbra que dominaba el recibidor, y menos el silencio sepulcral del lugar. Oí un leve murmullo proveniente del salón, en el que había una débil luz y descubrí a un par de niños de unos ochos años escondidos entre las sombras de las escaleras, intentando escuchar lo que pasaba en aquella habitación. Me acerqué a ellos silenciosamente.

- ¿Qué hacéis aquí chicos?

Los niños se volvieron lentamente, pálidos, pensando que los habían pillado, pero cuando me vieron, el pánico en sus cuerpos desapareció.

- ¡Bethany!

- Chist… ¿Adopción?

Amanda, la más mayor, me miró preocupada.

- Si, y son la familia Henderson.

La familia Henderson era la más temida de toda la ciudad, y no podían tener hijos, así que adoptaban casi todos los años.

-¿Quién es el desafortunado?

-David.

-Dios, ¿se puede hacer algo?

-No, hemos intentado todo lo que nos enseñaste y nada les ha podido hacer cambiar de opinión.

Justo en ese momento, un matrimonio sonriente seguido de un cabizbajo chaval salía de la habitación. Detrás de ellos, la directora, contenta de quitarse un peso de encima, les daba las gracias. David subió las escaleras desesperanzado, hasta llegar a su habitación, donde empezó a empaquetar con desgana sus cosas. Le seguimos. Los niños se fueron a la habitación donde estaban reunidos todos los demás, y fui a despedirme de él.

-David…

-Hola Beth.

-Lo siento, lo intentaron todo.

-Lo sé, además, algún día tenía que ocurrir, ¿no?

Se giró con una débil sonrisa, cogió su maleta y salió por la puerta, para siempre. Era el niño de 10 años más maduro que había conocido en toda mi vida. Fui detrás de él como una sombra, y desde la escalera le vi marchar. Otro más.

Me reuní con todos en la habitación de Cristina, la única chica de mi edad, y mi mejor amiga. La gente, de 3 a 16 años, estaba en el suelo, encima de la mesa y de las camas. Al verme entrar, todos giraron la cabeza.

-¿Cómo te ha ido?- Nate, un chico de mi edad, que llegó varios días más tarde que yo, me incitó a sentarme junto a él.

-Como siempre. Ni rastro de nuestros padres.

Casi todos los que estábamos allí no sabíamos nada de ellos, porque les habíamos sido arrebatados durante la guerra. Yo echaba de menos a mi familia y constantemente recordaba la pobre pero entretenida vida que tenía; no olvidaba la cálida sonrisa de mi hermano mayor Dani y los consejos de su melliza, mi hermana Anna; las preguntas de mi hermana pequeña Nathalia y la risa del pequeño Nico. Era todo lo que tenía, y nos separaron a los cinco durante la guerra, porque éramos una familia pobre. Se me desgarraba el alma cuando me venía a la mente las imágenes de mi madre, llorando, con mi padre por detrás, mirándome fijamente. Nos cogieron a todos, y por muchas palabras y gritos que dimos, ninguno consiguió escapar de allí. La última vez que supe algo de todos fue aquel día, porque a las 2 horas, me vendaron los ojos, y cuando volví a ver la luz, estaba delante de un edificio destartalado, junto a un oficial vestido completamente de negro, que desapareció en cuanto crucé la puerta.

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