𝟺𝟻. 𝙻𝚊 𝚗𝚘𝚌𝚑𝚎 𝚜𝚒𝚗 𝚗𝚘𝚖𝚋𝚛𝚎

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Un nuevo mareo lo obligó a doblarse sobre sí mismo. Brent no dudó en colocar su mano en la espalda de Samuel, tratando de saber si es que podía ayudar en algo. No obstante, el hombre parecía haber entrado a un rotundo trance.

Tenía los ojos bien abiertos, miraba al suelo sin mirar realmente. Su respiración se tornó pausada y escabrosa. No emitía sonido alguno, pero Brent pudo darse cuenta de que estaba sufriendo.


Transcurrieron un par de segundos, aunque a Samuel le parecieron eternos. Sentía como si algo halara de él desde su interior. De nuevo ese fiero impulso que tantas veces atrás lo había impulsado a cometer atrocidades.

—¿Qué sucede? —quiso saber el detective.

—ÉL —atinó a responder con apenas un hilillo de voz—. Me está llamando. Todo está comenzando.

—¿Qué? ¿A qué te refieres?

Samuel se incorporó poco a poco, echándole una breve mirada a Brent. Una que lo decía todo.

—Holly saldrá del psiquiátrico esta noche.



Centro Roosvelt para enfermos mentales, 10:15 P

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Centro Roosvelt para enfermos mentales, 10:15 P.M


—¡Muy bien hijos de perra! —exclamó Anne, riendo de modo histérico aún con el pobre chico entre sus brazos.

Las enfermeras en la recepción no tuvieron tiempo ni de reaccionar. Una ráfaga de balas acabó con sus vidas rutinarias, manchando sus pulcros uniformes de un rojo intenso.

Delisa arrojó la pistola con silenciador, dio media vuelta y recibió una metralleta de la mano de un chico ataviado con ropa de marca y muy al estilo de los jóvenes del momento. Nunca recordaba su nombre, seguramente debido a su poca charla, pero sabía bien que era el hijo querido de un político muy reconocido por sus obras de caridad.


Mikel entró después, sus pasos eran como zancadas para Anne quien comenzó a sentirse perseguida por él. Se suponía que ella debía amedrentar a todo aquel que se cruzara en su camino. Para eso había conseguido a ese chico que en aquellos momentos casi se orinaba del susto al ver cómo las enfermeras acababan de ser molidas a balazos.

—Dime en dónde está ella —le susurró en su oído.

Alex comenzó a temblar, pero con lentitud logró indicarle el camino.

—Vamos —ordenó Mikel.

Delisa hizo un gesto de fastidio. Odiaba tener que obedecer sus órdenes. Siempre había detestado a esos hombres con el tipo de militar que consideraba a las mujeres como meros objetos de decoración.


Los demás los siguieron, aunque la mayoría se explayó hasta las habitaciones gracias a que uno de ellos; un indigente anciano, había entrado en el pequeño cuarto de la recepción y cogido la llave maestra. A Mikel le tenía sin cuidado que el resto se perdiera entre los cuartos oscuros en los que descansaban los pacientes, provocando gritos de pánico y dolor al instante. Al contrario, aquella sinfonía de chillidos demenciales, alaridos y súplicas le parecía excepcional.

Holly - Diario de una mujer caníbal [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora