Capítulo 1

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                                                                                 I

En mi mundo ideal la escuela es un lugar seguro donde se va a aprender y a socializar. En ella no existen los abusones, ni los chicos populares que creen que se lo merecen todo. Con los abusones puedo lidiar, son los populares los que están fuera de mi liga. Son tan insufribles, que hasta he fantaseado con cambiarme de secundaría. Digo fantasear, porque la única forma de cambiarme es mudándome a otro distrito, cosa que es menos realista que la idea de hacer desaparecer a los abusones y demás personajes despreciables de Olimpia. Además, también tendría que dejar a Daria, mi mejor amiga, y no creo que sobreviva al cambio sin ella.

Por eso es que cuando suena la alarma todas las mañanas, mi mano se extiende casi en automático a golpear el condenado aparato que me saca de mi más reciente fantasía. Si fuera por mí me quedaría en el refugio de mis cálidas sábanas, pero como soy menor y vivo con una madre muy estricta, me arrastro sin ganas hacia el baño. Más vale salir yo sola de la cama que tener que escuchar la sarta de regaños y sermones de mamá. Mi vida en la escuela es bastante difícil, necesito paz al menos unas cuantas horas al día para poder subsistir.

El baño de mi casa está hecho para el perfecto narcisista. Tiene espejos por todas partes, incluso hasta las puertas corredizas de la ducha reflejan mi cuerpo desnudo. Si quisiera evitarme la pena, tendría que bañarme a ciegas, lo que se traduciría en un desastre total, gracias a mi pobre coordinación.

Suspiro lastimosamente, echándole una ojeada a mi reflejo. Se puede decir que tengo forma de columna, toda recta. Si me pusiera el uniforme, podría pasar por una niña de primaria. Es más, he visto niñas de once años más desarrolladas que yo. De lo único que no me puedo quejar mucho es de mi pelo. Al parecer los dioses me cogieron pena y decidieron darme algo para compensar. Claro que eso no compensa mucho, porque mi peinado diario consiste en una cola de caballo desordenada. Habría sido más feliz si además de mi cabello me hubieran dado otro atractivo, como piernas más largas u ojos azules. Aunque mirando a mamá, supongo que ellos no pudieron hacer mucho con los genes. Si nos ponen una al lado de la otra, somos dos gotas de agua: piel bronceada, ojos pardos y labios pequeños. Nada que sobresalga o nos haga especiales.

En la mesa mamá lee el periódico a la vez que revuelve el café con una cucharilla. Luego lo deja a un lado para untarle mermelada a una tostada y tomar un bocado de huevos revueltos. Entretanto, me pongo a pensar en la tarea de álgebra y en cómo convencer al maestro de que no necesito saber calcular la raíz cuadrada de ciento cuarenta y ocho para sobrevivir. Pienso en eso mientras empujo con el tenedor la sustancia amarilla que mamá quiere hacer pasar por huevos. A mí me encanta la carne, pero como mamá es vegetariana, solo puedo comerla a escondidas en la escuela.

—Ally, siéntate derecha y come. Se nos hace tarde.

Enderezo la columna y echo los hombros para atrás de mala gana. Mi estómago se niega a aceptar sólidos a esta hora de la mañana, así que me tomo un poco de zumo de naranjas y mordisqueo una tostada distraídamente.

—El Sr. Philips me llamó —menciona mamá como quien no quiere la cosa. Me vuelvo a encoger en la silla, restregando las manos sobre mi regazo. Sé lo que me va a decir y no quiero escucharlo. Ayer entregaron la nota del último examen de álgebra, en el cual una enorme F escrita en tinta roja saltaba a la vista—. Me dijo que si repruebas otro examen tendrás que repetir la clase.

El tono de su voz me lo dice todo. Me miro las manos; no me atrevo a encararla por temor a ver lo que hay en sus ojos: decepción. Tampoco digo nada. ¿Qué le voy a decir? Ninguna excusa que me invente la va a satisfacer.

Dangerous Minds Where stories live. Discover now