Capítulo 2

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II

Salimos del aula rumbo a la biblioteca, la cual se encuentra en el primer piso al otro lado de la escuela. Mientras caminamos me doy cuenta de que no hay ni un alma por los pasillos. No que eso me sorprenda, pues ni bien suena la última campana, los estudiantes salen en estampida por las puertas. Los únicos que se quedan son los que pertenecen a algún equipo y los que, como yo, tienen la mala suerte de ir mal en una clase. Es tan injusto. Si las Matemáticas me entraran en la cabeza estaría en la tranquilidad de mi hogar tomando una siesta, no cogiendo tutorías con el idiota de Reed, quien ni tiene la decencia de aminorar el paso para que pueda alcanzarlo.

Como no pienso correr ni tampoco me muero por hacerle la plática, lo cojo con calma, aprovechando que él va al frente para mirarlo con más detenimiento. Me enerva su forma de caminar, como si se creyera el dueño de la escuela. Si este fuera mi primer día en Olimpia lo confundiría con uno de esos chicos populares; aunque pensándolo bien, su porte es mucho más firme y seguro que el de ellos: Reed llama la atención sin esforzarse.

Hablando de llamar la atención, me pregunto qué tipo de deporte hará, porque esos brazos no son los de un adolescente que pasa las tardes jugando al Xbox; su cuerpo atlético se distingue incluso a través de su ropa: camiseta gris, pantalones cargo negros y botas militares del mismo color.

Me siento como una pervertida. Se me están pegando las cosas de Daria, quien no tiene el más mínimo reparo en expresar su opinión cuando ve a un chico que según ella «está como quiere». Lo peor del caso es que estaría mintiendo si dijera que él no es atractivo. Reed es atractivo, pese lo que me pese.

Ni bien termino de pensar en eso,  una carcajada rompe el silencio.  Lo miro alarmada.  «¿Se habrá dado cuenta?», me pregunto, sintiendo cómo  mis mejillas se calientan ante la mera posibilidad. Para mi total irritación, el muy maldito no para de reír, lo que alimenta mi paranoia aún más. No tengo ni que verlo, con imaginarme su sonrisa torcida es suficiente.

Sé que es estúpido, porque no creo que él tenga ojos en la nuca. Sin embargo, por alguna razón no puedo sacudirme la sensación de haber sido descubierta admirando su cuerpo.

Cuando llegamos a la biblioteca mis sospechas son confirmadas; la única persona allí —porque es su trabajo— es la Sra. Holcom.

Reed abre la puerta de vidrio para que yo pase primero, algo que me toma por sorpresa. No sé qué hacer de su gesto, por lo que termino tropezándome con un caballete que tienen cerca de la entrada. Lo que le sigue a eso es una sarta de improperios mentales que harían desmayar a una monja.

Lo miro de soslayo y maldigo de nuevo. Sus labios forman una sonrisita de complicidad que me perturba, como si él supiera exactamente lo que estoy pensando. Si no fuera imposible, diría que así es.

—Buenas tardes, ¿en qué les puedo ayudar? —nos recibe la bibliotecaria, una señora de avanzada edad que debería estar retirada en lugar de lidiando con estudiantes irrespetuosos.

—El Sr. Philips nos  mandó a venir  —le explica Reed acercándose al mostrador.

La Sra. Holcom lo mira a través de sus gafas de plástico, las cuales le hacen ver los ojos como diminutos granos de café.

—Oh, sí,  las tutorías de álgebra. Se supone que los acomodara en alguna de las salas, pero en vista de que no hay nadie más aquí, pueden sentarse donde ustedes quieran.

Ni siquiera espero a que Reed termine de hablar con la bibliotecaria, sino que me voy a una de las mesas, convenientemente ubicada cerca del mostrador. Aunque la Sra. Holcom sea mayor, me da cierto sentido de seguridad el tenerla cerca.

Reed termina la conversación y se acerca a la mesa.

—Vamos, te dije que tenemos mucho material que cubrir.

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