Capítulo 18.

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Daba igual cuántas veces caminara o cuántos rastros dejara.
Siempre acababa en el mismo lugar. No sabía cuánto tiempo llevaba de aquella manera, perdida, y las horas parecían no pasar.

Me detuve con un tic  tedioso en los labios a pie de un extraño árbol.
Parecía de arce blanco, pero sus hojas estaban extrañamente moteadas con puntitos rojos y su tronco parecía robusto y de color negro petróleo.
El ambiente se tornaba extraño y las cosas no encajaban, algo estaba fuera de lugar. No corría el aire. Todo era silencioso y tranquilo.

En ese instante, maldecía cada punto de la región.
Giré el cuerpo para observar aquel árbol. ¿Por qué, tomara la ruta que tomara, siempre volvía a él?
Apoyé una de mis manos en el tronco, con la súbita sensación de cansancio. Algo me estaba cansando.

Nada era normal.

El silencio parecía cada vez mayor. Cada vez más tedioso, varios grados más agobiante.
Escuchaba el silencio como podía escuchar a alguien hablar.
Respiraba el silencio que curiosamente me susurraba al oído.
Me estaba empezando a volver loca. «»
Necesitaba salir de ahí. «¡Por supuesto
Aparté la palma de la mano y volví a elegir otro camino en el vano intento de salir. ¿Escapaba o me adentraba más?

Risa.

¿Qué? Sí. Risa. Ya no había silencio. Escuché una risa.
Se susurraba lejana. Se acercaba. Eran varias. Una risa femenina. Una risa joven. Una risa tétrica. Eran ecos lejanos e insistentes.

—¿Te engulle la locura?

Me detuve incluso antes de escuchar aquella voz.
Era afilada como el cristal recién pulido, sabía que en cualquier momento me podía cortar.

—¿Cómo dices?

La oscuridad tras los árboles cada vez era más cercana, más atrayente, más persuasiva, seductora y engañosa.
Oí el rubor de las hojas y ramas partiéndose bajo lo que parecía ser el peso de una pisada.

—A que parece real —susurró repentinamente, erizando cada punto de mi cuerpo—. Pues la locura es igual.

Noté que el suelo comenzaba a temblar.
Las hojas caían, atraídas por la tierra. Los árboles se movían. ¡Sí! Se movían.

Maldita fuera. Loca, me estaba volviendo loca.
Demente.

Giré varias veces sobre mi misma, buscando el foco de aquella risa que me hacía caer en espiral.
Cuando quise darme cuenta, estaba tumbada en el suelo mirando el cielo oscuro. ¿De dónde salía la luz? ¿Qué había pasado con las risas? ¿Y los árboles que se movían?
Junto a mi había una muñeca.

Era pequeña, de cabello oscuro recogido en una coleta. Vestía de rojo y lo más curioso era que sus labios y ojos estaban cosidos con hilo carmesí.

Cuando quise cogerla ésta se movió. Sus labios cosidos curvaron una sonrisa que empezó a sangrar. Y sus ojos se abrieron llevándose los hilos en el intento.

—¿Y tú te haces llamar Pecado?

La muñeca, rompiedo todos mis esquemas, se levantó sin borrar aquella sonrisa estúpida.
Fruncí el ceño una vez más sin moverme.
Sus ojos, de cuencas negras e iris blanco, sangraban y parecían lágrimas.

Ladeé la cabeza buscando de dónde procedía la melodía triste que resonaba en ese preciso momento de fondo.

«Tananana na nanana-na~♪»

Parecía provenir una cajita de música, sólo sabía que sus notas eran agudas.

Era estúpido que pretendiera quedarme quieta ahí, en un lugar que parecía querer enloqueceme, con esa muñeca. Me reí.
Era esa risa tan característica mía, y a la par tan poco común. Esa risa que me hacía cubrir la mitad de mi rostro, ocultando a quien quiere salir.
Impidiéndole el paso.

Proyecto Pandora: Bienvenido al Pandemonio.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora