Capítulo X (El principio del fin)

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En el hogar que yo estaba construyendo de pronto se veían o escuchaban cosas en favor o en apoyo al gobierno, en la casa de mi abuela muchas cosas habían cambiado, y ya me sentía como una suerte de visitante o extraño allí.

La que había sido mi sueño de mujer, se había convertido con el embarazo y varias circunstancias en alguien contendiente o contrario a lo que yo era, si yo no hacía algo que la complaciera pues pasaba días enteros sin hablar una sola palabra, si yo no cubría a cabalidad las necesidades pues habían mil reproches.

Recuerdo que cuando hablamos de tener un hijo, se quejaba porque no lo teníamos rápido y dudé muchas veces de mi capacidad biológica de tener un hijo, y cuando lo tuvimos en gestación pues las quejas eran otras sobre la imposibilidad de tener todo a la mano para tan importante proceso.

Ya la adaptabilidad no era la media de nuestra relación, sino las exigencias desproporcionadas y el detrimento de lo que yo fui, en pro de sostener un ritmo de vida que no correspondía con nuestros estándares reales del momento.

Ya yo no era yo, era un oficinista gordito y amargado, con listas en los bolsillos sobre faltantes de la alacena, sobre pendientes del embarazo y sobre más exigencias de la ahora señora que traería a mi hijo al mundo.

Era mucho el tiempo que yo permanecía fuera de casa, con mis nuevos trabajos de oficina, y sin saberlo a mis espaldas, y tras mi enorme frustración por todo lo que estaba viviendo, al mejor estilo de la película "Gone Girl", mi amor estaba construyendo una imagen de mí con mi familia, con vecinos, con amigos y conocidos, propia de un ser amargado y frustrado.

Reprochaba mi infelicidad, la cual al igual que la tos yo era incapaz de ocultar, también señalaba que posiblemente yo me estaba volviendo loco, de que no estaba bien.

Y en realidad su percepción aunque bastante manipulada, no era del todo errada, yo inventaba mil excusas para ausentarme de esa casa que me asfixiaba.

Si estuve muy frustrado por haber dejado todas las cosas que en algún momento me hacían feliz, de haber tenido que asumir responsabilidades que no me correspondían y de vivir en un ambiente hostil y desfavorable a mi juicio, tan diferente a como había sido mi vida hasta el momento.

Todo era imposición, no había conciliación ni acuerdos, yo debía someterme a un régimen de exigencias y desafectos y debía vivir feliz con ello para no provocar sus silencios o reproches.

Lo que sobra hay que botarlo, nos enseñan desde pequeños, y ya yo vivía al margen de mi propia casa y mi propia vida, con un hijo a punto de nacer y con una vida que más que animarme me llevaba a un foso de desesperanza.

Todos a mí alrededor, empezaron a creer la narrativa que mi amor, ahora convertido en tormento empezó a contar a todo aquel que nos rodeaba.

Nació nuestro hijo y entre la alegría y emoción que eso trajo a la familia y a mí en particular por nuestro enorme parecido, había una sombra gris que atentaba contra todo eso que parecía a lo lejos la formación de un hogar y una familia.

Las fotos de nuestros carretes, pintaban una familia joven, perfecta y feliz, con mi padre de fotógrafo y publicista por 40 años, tuvimos fotos profesionales de portadas de revistas sociales, y con cada foto, con cada like y comentario, yo sentía que caía en un pozo sin fin.

Hasta ahora habitaban la casa, dos versiones de mí, el que yo era y la imagen nefasta que creaba mi tormento, y que ya todo el mundo estaba aceptando.

Al nacer mi bebé y a los pocos meses, tenía yo arduas responsabilidades como gerente de ventas de aquella compañía de software, y no podía atender a cabalidad las cosas domésticas, mi tiempo de noche para levantarme tras el llanto de Vicente, o el tiempo para cuidarlo de día se veía muy reducido, y eso empezó a molestar a mi tormento de aspecto angelical, que aún conservaba sus ojos azules de mar y sus cabellos de oro.

Un Milagro IndeseadoWhere stories live. Discover now