8- Los guardianes exteriores del nuevo mundo

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   Nuestros amigos de Inglaterra pueden regocijarse con nosotros, porque hemos alcanzado nuestra meta y, hasta cierto punto al menos, hemos demostrado que las declaraciones del profesor Challenger pueden ser verificadas. Es cierto que no hemos ascendido a la meseta, pero se levanta delante de nosotros y hasta el profesor Summerlee se comporta con mayor discreción. Esto no significa que él admita, ni por un instante, que su rival pueda tener razón, pero no insiste tanto en sus constantes objeciones y se ha sumido, la mayor parte del tiempo, en un vigilante silencio. Y ahora debo volver al asunto, sin embargo, prosiguiendo mi narración desde el punto en que la había dejado.

Hemos enviado a su tierra a uno de nuestros indios de la región, que está herido, y a él le encargo esta carta, aunque tengo considerables dudas de que alguna vez sea entregada. Cuando escribí la anterior, estábamos a punto de abandonar el villorrio indio en que nos había dejado la Esmeralda.

Debo comenzar mi informe con malas noticias porque el primer conflicto serio de carácter personal (y paso por alto las incesantes contiendas verbales de los dos profesores) ocurrió aquella noche y pudo haber tenido un foral trágico.

He mencionado ya a nuestro mestizo Gómez, el que habla inglés: es un trabajador excelente y un compañero siempre dispuesto, pero afectado, según creo, por el vicio de la curiosidad, que es frecuente en esa clase de hombres. Al parecer la noche anterior se había ocultado cerca de la choza en que estábamos discutiendo nuestros planes; pero fue visto por nuestro gigante negro, Zambo, que es tan fiel como un perro y que, como todos los de su raza, odia a los mestizos. Zambo lo arrastró fuera y lo trajo a nuestra presencia. Sin embargo Gómez desenvainó su cuchillo y, de no haber sido por la enorme fuerza de su captor, que fue capaz de desarmarlo con una sola mano, lo habría ciertamente apuñalado.

El asunto quedó reducido a simples reprimendas, obligándose a los adversarios a estrecharse las manos y quedando nosotros con la esperanza de que todo irá bien en adelante. En cuanto a las riñas entre los dos hombres doctos, siguen siendo constantes y ásperas.

Debe admitirse que Challenger es provocativo en alto grado, pero Summerlee tiene una lengua afilada, que agrava las cosas. La noche pasada Challenger dijo que nunca le había gustado pasearse por el Embankment del Támesis, mirando al río, porque siempre es triste el ver nuestro último destino. Naturalmente, está convencido de que su destino final es la Abadía de Westminster¹⁷. Summerlee le replicó sin embargo, con desabrida sonrisa, que según tenía entendido la cárcel de Millbank ya había sido demolida. La vanidad de Challenger es demasiado colosal para que esa ironía le conmoviese. Apenas se sonrió por entre sus barbas y repitió: «¿De veras?», «¿de veras?», en el tono compasivo que se emplea con un niño. En realidad, ambos son niños: uno marchito y pendenciero; el otro formidable y altivo, aunque los dos posean cerebros que los han colocado en la primera fila de su generación científica. Cerebro, carácter, alma... Sólo cuando se va conociendo más de la vida, uno comprende cuán distintos son.

¹⁷. En Inglaterra, la Abadía de Westminster es el tradicional lugar destinado a contener las tumbas de los grandes hombres del reino.

Al día siguiente partimos de inmediato para emprender nuestra memorable expedición. Hallamos que todo nuestro equipaje cabía fácilmente en las dos canoas y dividimos nuestro personal, seis en cada una; pero, en interés de la paz, tomamos la obvia precaución de colocar un profesor en cada canoa. Por mi parte embarqué en la que iba Challenger, que estaba de un humor beatífico, actuaba como si se hallase en un éxtasis silencioso y resplandecía de benevolencia por todos los poros. Pero como ya tenía yo experiencia de otros estados de ánimo suyos, seré el menos sorprendido si estalla de pronto la tempestad en medio de un sol brillante.

Si bien es imposible sentirse a sus anchas en su compañía, tampoco se puede experimentar aburrimiento; por eso se encuentra uno en un perpetuo estado de duda, temeroso a medias del giro súbito que pueda tomar su formidable temperamento.

El Mundo Perdido - "Arthur Conan Doyle"Where stories live. Discover now