9- ¿Quién podía haberlo previsto?

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   Algo terrible nos ha ocurrido. ¿Quién podía haberlo previsto? Yo no puedo prever ningún fin a nuestras dificultades. Puede ser que estemos condenados a pasar toda nuestra vida en este lugar extraño e inaccesible. Me hallo aún tan confuso que apenas puedo pensar con claridad en los hechos del presente o en las posibilidades del futuro. Lo uno se presenta a mis sentidos pasmados como algo tremendo, y lo otro, tan negro como la noche. Jamás se enfrentaron otros hombres con una situación peor que ésta; tampoco serviría de nada revelarle a usted nuestra posición geográfica exacta y pedir a nuestros amigos que organicen una expedición de rescate. Aunque pudieran enviar una, ya se habría decidido nuestro destino, según todas las humanas probabilidades, mucho antes de que pudieran llegar a Sudamérica. En verdad, nos hallamos tan lejos de toda ayuda humana como si estuviéramos en la Luna. Si hemos de salir victoriosos, serán únicamente nuestras propias virtudes las que han de salvarnos. Tengo como compañeros a tres hombres notables, de gran vigor intelectual y de valor inquebrantable. Ahí se apoya nuestra única esperanza. Sólo cuando considero los rostros tranquilos de mis camaradas percibo alguna trémula luz a través de la oscuridad. Trato de aparecer exteriormente tan despreocupado como ellos, pero en mi fuero interno estoy lleno de aprensiones.

Permítame que le exponga a usted, con tantos detalles como pueda, la sucesión de acontecimientos que nos llevaron a esta catástrofe.

Cuando finalicé mi carta anterior, consignaba que estábamos a siete millas de distancia de una enorme línea de riscos rojizos que, sin lugar a dudas, cercaban la meseta de la cual había hablado Challenger. A medida que nos aproximábamos me pareció que su altura, en algunos lugares, era superior a la que éste había calculado (al menos unos mil pies en ciertos sectores), y estaban curiosamente estriados, del modo caracterísfico, según creo, de los levantamientos basálticos. Algo parecido puede verse en los Espolones de Salisbury, en Edimburgo. La cima mostraba todos los signos de una vegetación exuberante, con arbustos cerca de los bordes y muchos árboles altos más al fondo. No pudimos observar ningún indicio de alguna clase de vida animal.

Esa noche armamos nuestro campamento junto a la base del farallón rocoso, un lugar de lo más salvaje y desolado. Los riscos que se alzaban sobre nosotros no eran simplemente verticales, sino que se curvaban hacia afuera en la cima de tal modo que descartaban un escalamiento. Cerca de nosotros se hallaba el alto y estrecho pináculo de roca que creo haber mencionado anteriormente en esta narración. Se parece a un ancho y rojo campanario de iglesia, y su cumbre se halla al mismo nivel que la meseta, aunque entre ambas se abre una enorme sima. En su cúspide crece un árbol muy alto. Tanto el pináculo como el farallón eran comparativamente bajos: unos quinientos o seiscientos pies, según creo.

--En aquel sitio estaba posado el pterodáctilo --dijo el profesor Challenger apuntando hacia el árbol--. Había escalado la roca hasta la mitad antes de hacer fuego sobre él. Me inclino a pensar que un buen montañista como yo puede ascender por la roca hasta la cima, aunque no por eso estaría más cerca de la meseta cuando llegase, como es natural.

Mientras Challenger hablaba de su pterodáctilo eché una mirada a Summerlee, y por primera vez me pareció advertir en él algunos signos de naciente arrepentimiento y credulidad. Ya no mostraba su rictus burlón en los delgados labios: al contrario, aparecía una gris y estirada expresión de asombro y excitación. Challenger también lo había visto y gozaba de su primer regusto de victoria.

--Como es natural --dijo con su pesado y demoledor acento de sarcasmo--, el profesor Summerlee deberá comprender que cuando yo hablo de un pterodáctilo quiero decir grulla: ¡sólo que se trata de la clase de grullas que carece de plumas, tiene una piel coriácea, alas membranosas y dientes en sus mandíbulas!

Dijo esto sonriendo sarcásticamente; luego guiñó un ojo, hizo una reverencia a su colega y se alejó.

Por la mañana, tras un frugal desayuno de café y mandioca (debíamos economizar nuestras provisiones), celebramos un consejo de guerra para discutir acerca del mejor método para ascender a la meseta que se levantaba ante nosotros.

El Mundo Perdido - "Arthur Conan Doyle"Where stories live. Discover now