12- Todo era espanto en el bosque

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   He dicho ya (o quizá no lo he dicho, porque la memoria me ha hecho bromas pesadas durante estos días) que resplandecía de orgullo cuando hombres de la talla de mis tres camaradas me agradecían por haber salvado (o por lo menos aliviado en parte) la situación. Como el más joven del grupo, no solamente en años sino también en experiencia, carácter, conocimientos y todo aquello que contribuye a forjar un hombre, había quedado desde el principio en un cono de sombra. Y ahora era la mía. La idea me enfervorizó. ¡Ay, que siempre el orgullo anticipa la caída! Esa cálida sensación de confianza en mí mismo, a la que se añadía una medida de autosatisfacción, iban a arrastrarme, esa misma noche, a la más espantosa experiencia de mi vida, a una conmoción que aún me pone enfermo cada vez que la recuerdo. Sucedió de este modo.

La aventura del árbol me había producido una desmedida excitación y me hacía el sueño imposible. Summerlee estaba haciendo la guardia, encorvado junto a nuestra pequeña hoguera; una figura sutilmente arcaica en su angulosidad, con el rifle sobre las rodillas y su puntiaguda barba de chivo oscilando cada vez que cabeceaba de fatiga. Lord John estaba acostado en silencio, arrebujado en el poncho sudamericano que usaba, mientras Challenger roncaba con retumbos y rechinamientos que resonaban en todo el bosque.

Brillaba esplendorosamente la luna llena y el aire era de un frescor vigorizante. ¡Qué noche para un paseo! Y entonces, de pronto, se me ocurrió la idea: ¿por qué no? Supongamos que me marcho a hurtadillas, silenciosamente, supongamos que camino hasta el lago central y que regreso a tiempo para el desayuno con algunas informaciones sobre el lugar... ¿no sería contemplado, en tal caso, como un asociado aún más digno de mención? Entonces, si Summerlee ganaba la partida y descubríamos algún medio para escapar, retornaríamos a Londres con información de primera mano acerca del misterio central de la meseta, en el cual yo solo, entre todos los hombres, habría penetrado. Pensé en Gladys y en su «estamos rodeados de heroísmos». Me parecía oír su voz al decir esas palabras. Recordé también a McArdle. ¡Qué artículo a tres columnas para el periódico! ¡Qué base para una carrera! Entonces podría estar a mi alcance una corresponsalía en la próxima guerra mundial.

Empuñé un arma (mis bolsillos estaban llenos de cartuchos) y, apartando los arbustos espinosos de la puerta de nuestra zareba, me deslicé con rapidez hacia afuera. Mi última mirada me mostró al inconsciente Summerlee, el más inútil de los centinelas, todavía cabeceando como un estrafalario juguete mecánico frente a los rescoldos de la hoguera.

No había recorrido aún un centenar de yardas cuando me arrepentí profundamente de mi imprudencia. Creo haber dicho en alguna parte de esta crónica que soy excesivamente imaginativo para ser un hombre auténticamente valeroso, pero que tengo un temor invencible a parecer miedoso. Ésta era la fuerza que ahora me empujaba hacia adelante. Aun si mis camaradas no hubiesen notado mi ausencia y no llegasen jamás a saber de mi flaqueza, todavía quedaría en mi alma una intolerable vergüenza interior. Y sin embargo me estremecía ante la situación en que me hallaba y habría dado todo cuanto poseía en aquel momento por obtener una salida honrosa a aquel asunto.

La selva estaba preñada de espantos. Los árboles crecían tan juntos y su follaje se expandía tan profusamente que nada me llegaba de la luz de la luna, salvo que aquí y allá las altas ramas formaban una filigrana enmarañada contra el cielo estrellado. A medida que mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, aprendieron a distinguir distintos grados de tinieblas entre los árboles... Algunos eran confusamente visibles, en tanto que entre ellos había parches de oscuridad, negros como el carbón, semejantes a bocas de cavernas, de los que me apartaba horrorizado cuando pasaba. Recordé el alarido desesperado del iguanodonte martirizado... aquel grito espantoso que había despertado los ecos del bosque. Recordé también la imagen fugaz de un hocico abotagado, verrugoso y babeante de sangre visto a la luz de la antorcha de lord John. Y ahora estaba en sus cotos de caza. En cualquier momento podía saltar sobre mí de entre las sombras... aquel monstruo horrible y sin nombre. Me detuve, y sacando un cartucho de mi bolsillo, abrí la recámara de mi rifle. Al tocar la palanca, me dio un vuelco el corazón. ¡Había cogido la escopeta en lugar del rifle! Otra vez me arrastró el impulso de volver. Aquí tenía la mejor de las razones para justificar mi fracaso: una razón por la cual nadie podría pensar mal de mí. Y una vez más el estúpido orgullo luchó hasta con la misma palabra fracaso. No podía, no debía, fracasar. Después de todo mi rifle habría resultado tan inútil como la escopeta contra los peligros que pudiera encontrar. Si volvía al campamento para cambiar el arma, dificilmente podía esperar que mi entrada y mi nueva salida pasaran inadvertidas. En tal caso tendría que dar explicaciones y mi intento ya no sería totalmente mío.

El Mundo Perdido - "Arthur Conan Doyle"Kde žijí příběhy. Začni objevovat