15- Nuestros ojos han visto grandes maravillas

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   Escribo esto día a día, pero confío en que antes de terminar lo que corresponde a hoy, estaré en condiciones de afirmar que la luz brilla, por fin, traspasando nuestras nubes. Seguimos retenidos aquí, sin tener medios definidos para organizar nuestro escape, y eso nos irrita amargamente. No obstante, puedo imaginar fácilmente que puede llegar el día en que nos alegremos de haber quedado retenidos aquí contra nuestra voluntad, para ver algo más de las maravillas de este curioso lugar, y de los seres que lo habitan. La victoria de los indios y la aniquilación de los monos/hombres señaló el giro decisivo de nuestra suerte. De allí en adelante, éramos verdaderamente los amos de la meseta, porque los indígenas nos contemplaban con una mezcla de temor y gratitud, ya que por medio de nuestros extraños poderes los habíamos ayudado a destruir a sus enemigos hereditarios. Quizá se habrían alegrado, por su propio bien, de ver marcharse a unas gentes tan formidables e incomprensibles, pero por su parte no había surgido ninguna sugestión sobre el camino que deberíamos seguir para alcanzar las llanuras de abajo. Hasta donde pudimos interpretar sus señales, hubo un túnel por el cual era posible alcanzar el lugar, y cuya salida inferior habíamos visto desde abajo. Por allí, sin duda, tanto los monos/hombres como los indios habían alcanzado la cima en épocas diferentes, y Maple White y su compañero también debieron utilizar el mismo camino. Pero el año anterior, sin embargo, había sobrevenido un terrible terremoto, desplomándose la parte superior del túnel hasta desaparecer por completo.

Ahora, los indios sólo movían la cabeza y se encogían de hombros cuando nosotros tratábamos de explicarles por señas nuestro deseo de descender. Esto puede significar que no pueden ayudarnos, pero también que no quieren hacerlo. Al final de la victoriosa campaña, los supervivientes de la tribu de los monos fueron conducidos a través de la meseta (sus gemidos eran horribles) e instalados cerca de las cuevas de los indios, donde serían, de allí en adelante, una raza servil vigilada por sus amos. Fue una versión ruda, tosca y primitiva del éxodo de los judíos en Babilonia o de los israelitas en Egipto. Por la noche podíamos escuchar entre los árboles su aullido prolongado y desgarrador, como si algún primitivo Ezequiel se lamentase por la grandeza caída y recordara las pasadas glorias de la Ciudad de los Monos. Desde entonces sólo fueron acopladores de leña y transportadores de agua.

Volvimos con nuestros aliados cruzando la meseta dos días después de la batalla e instalamos nuestro campamento a los pies de sus riscos. Ellos hubiesen querido que compartiéramos sus cuevas, pero lord John no quiso consentirlo por nada del mundo, considerando que de ese modo nos poníamos en sus manos si tenían intención de traicionarnos. Por lo tanto preservamos nuestra independencia, y si bien manteníamos con ellos las más amistosas relaciones, teníamos siempre listas nuestras armas para cualquier emergencia. Asimismo continuábamos visitando asiduamente las cuevas, que eran lugares notabilísimos, aunque nunca pudimos determinar si eran obras del hombre o de la Naturaleza. Todas ellas estaban en un solo estrato, horadadas en una especie de roca blanda que se extendía entre el basalto volcánico que formaba los riscos rojizos de la parte superior y el duro granito de su base. Sus bocas se hallaban a unos ochenta pies por encima del suelo, y se las alcanzaba por largas escaleras de piedra, tan estrechas y empinadas que ningún animal de grandes dimensiones podía subir por ellas. En el interior, eran cálidas y secas, y estaban recorridas por pasajes rectos de variada longitud labrados en la ladera de la colina. Tenían paredes lisas y grises, decoradas con muchas pinturas excelentes hechas con palos carbonizados y que representaban a diversos animales de la meseta. Si todas las cosas vivientes fueran barridas de la comarca, el futuro explorador hallaría en estas paredes una amplia evidencia de la extraña fauna: dinosaurios, iguanodontes y peces lagartos, que habían poblado la tierra en tiempos tan recientes.

Desde que supimos que los enormes iguanodontes eran conducidos por sus propietarios como si fuesen rebaños domesticados, y que eran sencillamente unos depósitos ambulantes de carne, habíamos supuesto que el hombre, incluso con sus armas primitivas, había establecido su superioridad en la meseta. Pronto íbamos a descubrir que no era así y que aún se hallaba allí por mera tolerancia. Al tercer día de haber instalado nuestro campamento cerca de las cuevas de los indios ocurrió la tragedia.

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