Capítulo 2 (Parte 1)

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Adán se detuvo ante la puerta, sin saber quién podía estar detrás de ella.

Por momentos, temió que vería el cadáver de Evelia a través de la mirilla. Sus cuencas vacías intentando devolverle la mirada, tiras de piel marchita cubriendo escasamente su esqueleto putrefacto, su boca sin labios diciendo: «Me prometiste que estarías conmigo, bebé».

El zumbido eléctrico del timbre interrumpió sus pensamientos; algo que Adán hubiera agradecido, de no ser porque ese odioso ruido le recordaba a la chicharra en los programas de concursos cuando un participante se equivocaba.

—¿Liliana? —dijo en voz baja.

En lugar de una calavera, Adán se espabiló al ver una hermosa cara enmarcada por un cabello corto de color arena.

Consciente de que su vecina era un sueño húmedo encarnado, ahora estaba seguro de por qué incontables películas pornográficas habían perpetuado esa fantasía. Además de los megas por segundo, la única otra ventaja de vivir allí era que la vecina divina a la que Los Amigos Invisibles le dedicaron una canción, vivía en el apartamento de enfrente.

Adán dudaba que ella lo recordara.

Ambos se habían topado apenas un par de veces en el ascensor (o la doncella de hierro, como Adán le solía decir a ese instrumento de tortura). Uno de esos encuentros estuvo signado por un largo silencio de miradas esquivas. La segunda vez, un día de las madres, Adán se encontró explicándole, sin saber cómo, que ahora era su abuela quien cuidaba de Bianca y Darío, dado que sus padres habían fallecido en un accidente de tránsito.

Aquella conversación solo le dejó el nombre de su vecina, las manos sudorosas y un montón de frases ingeniosas que se le ocurrieron demasiado tarde; cosas que debió decir en vez de vomitar información desordenada acerca de su pasado en el tiempo que les llevó llegar al octavo piso.

«¿Le abro?»

Aunque nunca una rubia de piernas largas había llamado a su puerta, resistió su primer impulso. Tenía que trabajar.

—Adán, es Lili.

El calor en su ingle le terminó por traicionar el buen juicio.

—Hola —dijo al abrir los tres cerrojos de la reja, esforzándose por sonar impávido—. ¿Cómo estás?

Lili arrugó la nariz como un conejo y se acomodó el cabello detrás de la oreja.

—Perdona la molestia.

—No te preocupes.

Teniéndola tan cerca, su fragancia lo hizo sentir como un adolescente torpe. Ella era ese tipo de mujer que irradiaba una tímida sensualidad embriagante. Especialmente ahora, que su franelilla blanca y pantalones cortos exhibían sus extremidades tostadas por el sol, él estaba seguro de que tocar su piel sería como acariciar el pétalo de una rosa.

—Adán...

Hubo algo peculiar en cómo lo llamó por su nombre. ¡Dios! ¿Acaso la había desnudado con la mirada? Quizás el atrofio de sus habilidades sociales lo habían transformado en un pervertido sin que se diera cuenta.

—Dime.

—¿Te puedo pedir un favor?

—¡Claro!

—Necesitamos entrar —dijo un hombre saliendo del apartamento de Lili. Este vestía un uniforme de plomero que a Adán le pareció un burdo disfraz de Carnaval.

—Hay un hedor volviéndome loca —Lili señaló hacia su apartamento—. Hablé con el conserje...

—Y aquí estoy —el plomero sonrió de forma extraña—, para poner las cosas en orden.

El cerebro de Adán comenzó a barajar docenas de excusas a toda velocidad. Si se negaba ahora dañaría cualquier posibilidad con Lili, por más remota que fuera.

«Solo Darío y Bianca importan», se recordó a sí mismo. Cada minuto que pasaba se hacía más difícil cumplir con lo prometido a Zhang. Ni siquiera tenía tiempo para desperdiciar en esa conversación, por mucho que su entrepierna insistiera en lo contrario.

—Por favorcito —rogó Lili.

«¿Y si les digo que voy a salir?» ¡No! En Caracas, revelarle a un extraño que una vivienda estaba sola era letal, especialmente si se trataba de alguien como ese plomero; algo en su sonrisa falsa le hacía pensar a Adán en un depredador agazapado, esperando para echarse sobre la yugular de su presa.

—Que sea rápido —dijo Adán finalmente.

—En menos de lo que canta un gallo —le aseguró el plomero al entrar. Parecía conocer el interior del apartamento y saber exactamente a dónde ir.

—Estás pálido —Lili tomó a Adán de la mano—. ¿Todo bien?

Contrario a sus fantasías, le incomodó que su vecina lo tocara.

Sus amigos solían decirle en broma que él había nacido en el país equivocado porque encontraban ilógico le disgustara esa familiaridad con la que los venezolanos trataban a conocidos y extraños por igual. Adán siempre reía, y les recordaba que detestaba a todos los que tenían afición por los abrazos y besos en las mejillas sin importar su nacionalidad.

—Todo bien —mintió sin perder de vista al plomero—. ¿Quieres un café o algo?

—Ay, te lo debo. Es que voy tarde.

«¿Y encima me dejará solo con este tipo?»

Adán se volvió, incrédulo. ¿Acaso no iba a sacar nada de esto después de todo? La escena se había desarrollado de forma diferente en su mente: él la invitaría a entrar, se tomarían algo mientras vigilaba al plomero, quien acabaría por marcharse pronto, dejándolos solos. Entonces, conversarían un rato más.

Pero no.

Lili se había marchado y Adán tenía a un extraño en su hogar.

Un extraño al que no veía por ninguna parte.

El corazón le dio un vuelco.

Adán cerró la reja detrás de él y caminó sigilosamente por la sala. El mismo silencio que antes lo reconfortó ahora prometía peligro. Lanzó una mirada a la puerta entreabierta del baño, tratando de distinguir algún movimiento en la oscuridad.

«¿Qué se hizo?»

Luego cruzó a la derecha, hacia la cocina.

No fue sino hasta que sus ojos llegaron a la esquina donde estaba el fregadero, el único rincón que no se veía desde la sala, que encontró al plomero.

Adán se quedó perplejo al verlo. ¿Qué le pasaba? El hombre tenía la boca abierta de par en par, la quijada desencajada en un grito silencioso. Su rostro estaba laxo y tenía las pupilas escondidas, como si sus ojos blancos estuvieran buscando algo en su interior.

Continuará...

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Las grietas en el laberintoWhere stories live. Discover now