Capítulo 9 (Parte 1)

16 4 0
                                    

Adán pensó que el estacionamiento contiguo no podía estar tan oscuro como la cripta en la que había pasado toda la mañana.

Estaba en lo cierto.

Este era peor.

Cualquier rastro del mediodía incandescente de Caracas era inexistente allí abajo. Los pocos halógenos que quedaban en el techo, parpadeando entre molestos zumbidos eléctricos, apenas y alcanzaban para ver qué camino tomar.

A diferencia de la noche anterior, el hedor a carne descompuesta lo golpeó con tanta fuerza que lo hizo toser. Adán no sabía qué podía causar semejante fetidez, pero por su mente cruzaron imágenes de larvas sobre el cuerpo hinchado de algún animal en plena descomposición, supurando pus.

—¡Dios santo!

Sintiendo cómo su garganta se cerraba y el tufo se transformaba en resabio, Adán se apoyó en una columna para no desplomarse. Trastabillando, escuchó caer las gotas de una tubería rota y se vio tentado a pararse debajo de ella para que el agua le refrescara el rostro sudado.

«No —pensó—. Termina con esto de una vez».

Adán aguantó la respiración y aplacó las ganas de vomitar. Poco a poco sus ojos comenzaron a distinguir una débil luz roja que provenía del fondo del estacionamiento, donde había un depósito enrejado con los utensilios para el mantenimiento de la piscina.

—Eso no estaba aquí anoche.

La luz carmesí provenía una de lámpara LED portátil para autos que colgaba torpemente de una tubería; debajo de esta se encontraba una mesa improvisada con cajas de cerveza sobre la que había envases plásticos llenos de orina y heces.

«Un momento...» Al acercarse, comprendió que no se trataba de secreciones humanas. «Son químicos, pero ¿de qué tipo?»

Se agachó y vio una pecera de cristal redonda llena de alcohol con un enorme milpiés adentro. Una mezcla de asco y curiosidad lo invadió. Detestaba las patas de cualquier bicho rastrero desde aquella vez que despertó, en la casa de sus abuelos en Yaracuy, rodeado por cucarachas.

Aquella noche Adán se paró gritando entre lágrimas, pidiendo ayuda a su abuelo. Para su sorpresa, en vez de apoyo lo que recibió fue una bofetada seguido por un regaño: «Culpa tuya por comer en la colchoneta. Y deja de llorar, pareces una niña malcriada».

Adán recordó vívidamente el ardor que le dejó el bofetón durante los días siguientes, pero ese dolor nunca llegó a ser peor que el sobrecogimiento que le causaron esas largas patas espinosas intentando meterse debajo de su piel.

Pero las cucarachas apenas tenían seis patas, esta cosa que flotaba en la pecera tenía cientos de extremidades puntiagudas. Sin poder evitarlo, se imaginó la terrible sensación de ese largo cuerpo cilíndrico, más grueso que el dedo índice de un hombre grande, subiéndole por el cuello con esas infinitas patas.

Eso lo hizo erguirse de golpe, y al hacerlo, se encontró con un par de ojos que lo miraban desde la sombra.

—No estoy muerto —dijo el mendigo, emergiendo hacia la escasa luz bermeja, con la voz áspera de alguien que no había hablado en días.

Adán retrocedió, arrepintiéndose de no haber traído el bastón extensible. Semejante frase habría bastado para arrancarle un escalofrío a más de uno; Adán, en cambio, se sintió extrañamente vacío.

«No estoy muerto».

Al verlo bien, a Adán le quedaba claro que dicha aclaratoria era una necesidad. El hombre más que un indigente parecía un cadáver que había roto su ataúd como un cascarón para emerger a la superficie. Su piel cetrina y llena de moretones, el cabello ralo y sucio, además del aroma dulzón a podredumbre que emanaba ese hombre, habrían hecho dudar hasta al médico forense más experimentado.

—Está asustando a los vecinos —dijo Adán.

Mostrándose maravillado, el mendigo abrió la boca, revelando una dentadura exigua. Su alegría, sin embargo, fue corta; la expresión en su rostro demacrado cambió casi de inmediato a una de pura decepción.

—Aún no.

Adán no iba a caer en la trampa de seguirle la conversación a un demente.

—No puede estar aquí.

—Es muy tarde —el mendigo se rascó la desordenada barba gris que le cubría el rostro y el cuello—. Pero aún no.

—La policía...

El mendigo hizo un ruido flatulento con su boca, burlándose.

—La policía no existe.

—Tiene que marcharse.

Tras hurgar los bolsillos de las múltiples, el indigente sacó una brújula rota y se la ofreció a Adán:

—¡Anda! ¡Agárrala!

Adán reculó. El hedor, que se hacía soportable por momentos, arremetió contra su nariz con más fuerza.

—Si no se va... lo van a matar.

—No estoy muerto.

—¿Está seguro?

—¡Déjame permanecer aquí! Debo protegerlo.

—No depende de mí.

—Si no depende de ti, ¿quién está en control?

Adán apretó la quijada. Si el mendigo no se iba a ir por las buenas, ¿qué haría entonces? «¡Dios no quiero tocarlo! ¿Qué horribles enfermedades estará sufriendo ese hombre? ¿Está armado?» El estómago de Adán le dio un vuelco. «Si no lo sacas de aquí, Papá Pitufo se queda con tu PC».

—Maldición —murmuró, tomando al mendigo del brazo.

En un movimiento rápido, el indigente cogió la pequeña pecera con el milpiés y comenzó a beber su contenido.

«No se lo está tragando». Se percató Adán, justo antes de que el mendigo se volviera hacia él y le escupiera en la cara.

—¡No!

Adán cayó al suelo, incapaz enfocar su vista borrosa. Por más que se frotaba los ojos el ardor no amainaba. En cuestión de segundos la luz parva de la linterna se fue apagando cada vez más. En poco tiempo ya no vio nada.

Estaba ciego.

Continuará...

Continuará

Oops! Bu görüntü içerik kurallarımıza uymuyor. Yayımlamaya devam etmek için görüntüyü kaldırmayı ya da başka bir görüntü yüklemeyi deneyin.
Las grietas en el laberintoHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin