Capítulo 9 (Parte 2)

8 1 3
                                    

Su corazón latía con tal fuerza que le dolía el pecho.

«¡Oh, por Dios! ¡Estoy ciego!», repetía Adán con desesperación entre lágrimas, mientras agitaba inútilmente las manos frente a su rostro. Nada. Era como estar en un mar de brea.

—¡No puedo ver!

—Te he ayudado.

—¿Qué me hiciste? —dijo Adán.

—Más importante aún es lo que voy a hacer.

Adán abrió la boca para lanzar un grito de auxilio, pero en el último momento la callosa mano del mendigo le tapó los labios con fuerza.

—Shh.

Temblando, Adán contorsionó su cuerpo y lanzó un puño en la dirección donde pensó que estaría el otro. No golpeó sino aire y esto le aplastó el alma. Por el resto de su vida ya nunca sabría dónde estaban las cosas. Por su puesto, el resto de su vida bien podría ser solo unos segundos más así que quizás no tendría que sufrir mucho tiempo.

—¡Aléjate!

—Tranquilo. Tu ceguera es como la oscuridad de un túnel.

Adán se arrastró hacia atrás, blandiendo su brazo derecho frente a él con todas sus fuerzas. El olor a muerte a su alrededor lo desorientó; se encontraba perdido, sin arriba o abajo, sin norte o sur.

—¿Qué sonó así?

Un silencio ominoso fue la única respuesta.

Después de su primer tropiezo en el irregular piso, dejó de intentar ponerse de pie. Tanteó el suelo inmundo del estacionamiento, buscando algo con que defenderse o quizás algo para orientarse. Cuando nada de eso funcionó, Adán se frotó los ojos. Sintió el contacto de los dedos sobre sus párpados, rozando las pestañas; sin embargo, un terrible velo negro había caído sobre él.

Por momentos, pensó en el doctor Orozco, su oftalmólogo, y lo hueca que sonaron sus palabras de confort después operar sus ojos con láser: «Con esto verás como un halcón toda tu vida».

Cuatro años antes, durante las horas que siguieron a esa operación, Adán se encontró desesperado. Su entorno difuminado, como si viera a través de un cristal empañado, lleno de luces inusualmente brillantes... hizo que su tarde fuera miserable. Pero al menos aquella vez estuvo en casa, cómodo en su cama. Ahora se hallaba tumbado en un suelo asqueroso, a la merced de un demente.

Tenso a más no poder, Adán jadeó tras recostarse en una columna. «¿Qué hago?», pensó, temiendo que el mendigo lo matara de un momento a otro, quizás enterrando una cuchilla en sus pulmones, para que se ahogara en su propia sangre; o tal vez de un porrazo en la cabeza que le hundiría el cráneo, deformando su rostro, haciendo que un ojo se saliera de su cuenca y su cerebro se volviera puré.

Pero nada de eso ocurrió.

Hubo un largo silencio, apenas interrumpido por el tap, tap de una gota que caía a lo lejos. Adán apretó los párpados, esperando que sucediera algo. «Y si abro los ojos y veo —pensó, embargado por una terrible ansiedad—. ¡No seas idiota! Estás muerto. ¿Cómo fuiste tan estúpido? ¡Debiste de haber buscado el archivo de audio de otra manera! ¡Nunca debiste de haber bajado aquí!»

El pánico lo embargó a medida que pensaba en todas las formas en las que le estaba fallando a sus hermanos. «Si voy a quedarme ciego, me mato». Luego consideró que si moría, Bianca y Darío quedarían sin nada. Por supuesto que Adán tenía un seguro de vida, pero la inflación se había comido el monto que habrían de pagarle a sus hermanos si él terminaba en un ataúd.

—¿Hola?

No hubo respuesta.

Al poco tiempo, Adán suspiró aliviado al oír el ruido del ascensor. «¿Llegó alguien? —se preguntó—. ¿Se fue el mendigo?».

Aunque no podía estar seguro, después de un rato creyó estar solo y sintió un atisbo de esperanza.

«Sigo vivo».

Poco a poco, fue recuperando el control de su respiración y el mundo fue tomando forma. Aunque en un principio fue como estar viendo todo a través de un telescopio, luego recordó lo que le dijo el mendigo antes de desaparecer. «No mintió». Era como estar atrapado en un túnel y a la salida lo esperaba un mundo de colores al que anhelaba regresar.

Su primer instinto fue resistirse a creer que estaba mejorando. Luego de darse cuenta que no estaba imaginando las formas de las manchas de aceite en el piso o los detalles de la mesa vacía, Adán rió aliviado, sintiendo cómo el miedo que apretaba su pecho lo soltaba. Incluso bajo esa débil luz azul podía ver bien; hasta habría podido jurar que veía mejor que antes.

—Gracias, Dios. ¡Gracias! —dijo, llorando de nuevo.

Esta vez sus lágrimas eran de alivio.

Tras ponerse de pie y asegurarse de que el mendigo se había marchado, Adán decidió regresar arriba. Mientras estuvo en el ascensor no dejó de mirarse las manos, temiendo a perder la vista de nuevo.

No fue así.

Su vista estaba bien, al igual que su sentido del olfato.

Al olerse las mangas confirmó que el hedor lo había seguido; su ropa impregnada del líquido que le había escupido el mendigo apestaba. «Si no me ducho pronto, jamás dejaré de heder». Sin embargo, debía de terminar con su parte del trato primero. «Debo decirle a Papá Pitufo que el mendigo se fue del estacionamiento».

En el décimo piso, nadie le abrió la puerta en el apartamento del niño. No se escuchó nada, ni los ladridos del cancerbero ni el maldito vallenato ni la muchacha embarazada. «Más callado que un cementerio», pensó. Demasiado agradecido como para maldecir su suerte (recuperar la vista puede hacerle eso a un hombre), Adán aprovechó esta oportunidad para ir a bañarse.

Aunque había jurado no regresar a su apartamento, lo hizo. «No puedo pedirle otro favor a Lili. Además, así será más rápido». Allí probó el lavamanos e hizo una mueca. «Por supuesto... no hay agua».

Adán buscó qué ponerse y cayó en cuenta que lo que quería usar estaba en el apartamento de Lili. «Whatever». Al quitarse la ropa, el teléfono Nokia que le había prestado su vecina cayó al suelo. Ansioso por probar sus ojos a cada instante, Adán lo revisó. El aparato tenía solo un número guardado y estaba apropiadamente llamado «Otro yo».

«¿La llamo? —dudó—. Ella tiene un perol con agua en su baño». Luego se le ocurrió una idea. En lugar de molestar a Lili, ¿por qué no aprovechar las duchas del gimnasio al que nunca iba? Había mantenido su membresía activa durante años por pura costumbre.

—Allí podré ducharme —dijo tras encontrar en la sudadera que había escogido un envase de Tic Tacs que en realidad tenía antidepresivos adentro.

«Así Magda podrá revisarme los ojos también».

Hacía meses que no tomaba esas pastillas, pero creía que la situación lo ameritaba.

Después de todo, casi se había quedado ciego hoy y apenas era mediodía.

Continuará...

¡Hola! Esta no es la versión definitiva del capítulo, pero el tiempo apremia. En lo que pueda la actualizaré. Gracias por comprender.

¡ACTUALIZADO!

Tal como comenté el día de la publicación, hoy terminé las correcciones pendientes. Notarán varias diferencias importantes (algunas de trama). Cualquier duda, estoy a la orden.

 Cualquier duda, estoy a la orden

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.
Las grietas en el laberintoWhere stories live. Discover now