Capítulo 4 (Parte 1)

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A pesar de lo penoso que le resultaba recurrir a un autobús para regresar a su apartamento, Adán había aprendido a sobrellevar más de lo que hubiera creído posible en las últimas horas. Hacía años que no usaba ningún transporte público.

«Espero que el chofer acepte esto», pensó desdoblando disimuladamente el dólar de la suerte que había escondido en su billetera, ese que Bianca encontró en el suelo de Disney World en su primer y único viaje a Estados Unidos hacía once años.

Al menos dos docenas de personas esperaban de forma desordenada en la sucia parada de autobús junto al enorme afiche de las Chicas Pilsen; hombres y mujeres con trajes baratos abrazaban sus pertenencias; ancianos rozaban sus codos resecos contra los brazos lozanos de estudiantes de liceo; había niños de la mano de sus padres y una señora, con pinta de ama de casa de telenovela, que apenas y se las apañaba para cargar a su bebé y sostener una bolsa de supermercado al mismo tiempo. Nadie hablaba. Todos evitaban cualquier contacto visual.

Adán no podía negar que, a pesar de todo, ese era un lugar ideal para pasar inadvertido, protegido por el anonimato. Estuvo a punto de ofrecerle ayuda a la mujer que cargaba al bebé, hasta que cayó en cuenta de que la incomodaba con apenas mirarla.

Lo primero que Adán pensó cuando el autobús Encava llegó, después de los treinta minutos más largos de su vida, es que allí dentro no cabía un alfiler. Estaba equivocado. Algunos pasajeros no necesitaban entrar; siempre y cuando el autobús los llevara a su destino, les bastaba con tener un pie en la puerta y agarrarse de una ventana. Luego, Adán temió que ese armatoste con el motor expuesto, el parabrisas izquierdo lleno de calcomanías indicando su ruta y un parachoques abollado, no llegaría a ninguna parte.

Aunque se arrepintiera de haberse subido a ese cacharro lleno de cicatrices oxidadas, una vez adentro no había marcha atrás. Un muro de gente se cerró tras él. Temiendo quedarse varado en la parada, Adán logró ser uno de los primeros en montarse y, tomando el control de la situación lo mejor que pudo, se abrió paso hacia el final del autobús, donde parecía haber más espacio. La frase «Como sardinas en lata» cruzó por su mente.

—¡Para atrás, por favor! —dijo el conductor con voz cansada.

Las protestas no se hicieron esperar. Varios de los pasajeros estallaron en quejas que iban desde «No somos animales» hasta «¡Qué bolas tienes tú, chico!».

—Al que no le gusta que se baje —El chofer bajó el volumen del estridente reguetón en su radio—. ¡Para atrás, por favor!

Nadie más protestó tras esa amenaza.

Adán se aferró al tubo atornillado en el techo con su mano derecha y el dolor volvió para recordarle el error de haber golpeado aquella pared más temprano. El calor corporal de los pasajeros, avivado por la luz amarillenta allí dentro, transformó el autobús en un sauna, incluso con las ventanas abiertas. El hedor ácido de diferentes sudores que se mezcló en el aire fue desagradable, pero no tanto como lo que Adán encontró hacia el fondo del pasillo.

Debajo de una ventana amplia decorada con un microperforado de Maria Lionza y el Negro Primero, la última hilera de asientos estaba vacía, excepto por un joven de gafas de sol cuyos lentes reflejaban su entorno como dos pequeños espejos rojos. No debía tener más de diecisiete años y, a pesar de su complexión magra, en evidencia por la ceñida franela Adidas que llevaba puesta, lucía mucho mayor; tenía esa cara endurecida de alguien cuyo primer juguete fue un Revólver Calibre 38.

Con cadenas de oro y el último modelo de teléfono Samsung en una mano reproduciendo un video de Vagos y Maleantes, estaba claro que ese muchacho estaba marcando su terreno. Su pose desafiante gritaba: «¡Atrévanse a decirme algo!».

El bus arrancó y Adán temió que le caería encima al muchacho de las gafas. Aunque no pasó de perder el equilibrio, Adán notó algo que atizó su aprensión. El joven frente a él sangraba de una herida escondida entre su densa cabellera negra, un grueso hilo de sangre bajaba por su frente morena y se bifurcaba al llegar a la nariz.

Adán decidió que lo mejor que podía hacer era no hacer nada. Casi no respiró hasta llegar a su parada cuarenta y cinco minutos después. Si bien muchos pasajeros se bajaban, siempre parecía subir la misma cantidad de gente. Adán nunca estuvo cerca de sentarse y ni siquiera consiguió pagarle al conductor. Nada de eso le importó cuando saltó el último escalón y salió de esa cámara de gas ambulante.

El aire nocturno nunca había sido tan dulce.

A medio suspiro de alivio, lo asaltó el miedo otra vez. «¿Dónde está?», se preguntó Adán al tantear el bolsillo trasero de su pantalón. Agrandó los ojos y miró al bus que se alejaba, sin poder encontrar su teléfono móvil.

Sus manos desesperadas palparon cada bolsillo dos veces, fue cuando revisó su sudadera que el alma le volvió al cuerpo.

—Gracias a Dios.

Su celular no tenía ni un ápice de batería, pero no era problema. Su billetera, su teléfono y él habían regresado a salvo de esa horrible, y por desgracia, inútil odisea.

El traqueteo metálico que se produjo al intentar abrir la reja de El Silencio lo tomó por sorpresa.

Adán rió amargamente.

La misma reja que él había cruzado algunas horas atrás estaba cerrada, rodeada por una cadena gruesa y un candado oxidado. Adán se mordió el labio superior con tal intensidad que casi sangró. Empujó la reja de nuevo. El resultado fue el mismo. La tercera vez la empujó con más fuerza y luego la zarandeó frustrado.

—¡El coño de la madre!

Un perro ladró en la distancia.

El muro de concreto que rodeaba el conjunto de edificios debía tener al menos cuatro metros de altura y estaba coronado por incontables trozos de botellas rotas para evitar que alguien hiciera lo que Adán consideraba en ese momento. Miró a los lados, desanimado. Caminó hacia otra de las entradas, la que daba al Silencio 3, y esperó un cuarto de hora para ver si alguien entraba o salía. Nadie. Ni un alma. ¿Acaso podía culparlos?

«Toque de queda».

Entonces un zumbido mecánico lo espabiló. El quejido de una reja pesada, a la que le faltaba aceite en los goznes, le reveló una ruta alterna en la que no había pensado hasta entonces.

—El estacionamiento.

Continuará...

Las grietas en el laberintoWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu