Capítulo 8 (Parte 3)

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«El Sr. Comediante termina con el trabajo y te consigo su PC».

Eso era lo que había prometido Papá Pitufo a Lili. Adán no le creyó entonces y le creía aún menos ahora, luego de haber estado descargando durante el resto de la mañana los sacos de no uno sino dos camiones cava.

Una vez que Lili los dejó para irse a su trabajo, la duda comenzó a transformarse en certeza en la mente de Adán: Papá Pitufo no iba a cumplir con lo acordado.

«Pero es demasiado tarde para arrepentirse».

Adán tenía espalda hecha nudos y las piernas le ardían de dolor. Papá Pitufo había ordenado al resto de su grupo a no ayudarlo, así que los demás no habían tardado en irse de ese lúgubre estacionamiento donde el aire estancado hedía a humedad. Si no contaba a las cucarachas que trepaban las paredes, ahora solo estaban allí abajo los dos conductores de los camiones fumando un cigarrillo con el niño y él.

«Un par de sacos más y listo —pensó Adán—. Con algo de suerte los conductores lo seguirán manteniendo ocupada hasta que...»

—¿Quién es una perra obediente?

«Maldita sea».

Adán arrojó el pesado saco de Harina P.A.N. en el último maletero a la izquierda.

—¡Ey! Te hice una pregunta.

—Ya falta poco —respondió Adán.

—Sí, pero yo todavía no he acabado... —Papá Pitufo hizo un ademán masturbatorio. Adán se volvió muy consciente de su cansancio y del sudor que le bajaba por la espalda, pero, a la vez, toda su atención se volcó hacia Papá Pitufo. Si el muchacho intentaba algo, cualquier cosa, tendría que defenderse, incluso si esto significaba terminar en la morgue.

«No seas estúpido. Piensa en tus hermanos».

—Quita esa cara. Era un chiste, Sr. Comediante. ¿Estás arrecho?

Adán recogió el siguiente saco y apuró el paso.

—No

—Si no estás de humor para más chistes tendrás que entretenerme de otra forma —Papá Pitufo jugó con un cigarrillo entre los dedos y se alejó de los conductores—. ¡Ya sé! ¿Cuánto tiempo llevas pegándote a la vecina?

Adán lanzó el saco junto a los demás y se pasó la mano por su cabeza empapada de sudor.

«Si no digo nada, puede ser peor».

—Solo somos vecinos.

—¡No me jodas!

—¿Qué quieres que te diga?

—Pues detalles, coño. Dime, ¿le empujaste los pelitos de la cuca antes de venir?

Una oleada de cólera recorrió a Adán.

—Ya quisiera —respondió, decidiendo lo que creía que Papá Pitufo quería oír.

—Cualquiera con un huevo entre las piernas no dudaría en reventarla. A menos que sea maricón. —Papá Pitufo ladeó la cabeza—. ¿Eres maricón?

Listo. Adán dejó el último saco en su sitio y creyó que iba a caer allí mismo, exhausto. El alivio de haber terminado le debilitó las piernas. De no ser porque estar cerca de Papá Pitufo disparaba su adrenalina, igual que lo haría estar en presencia de un perro rabioso, Adán se hubiera sentado, aunque fuera cinco minutos, para recuperar el aliento.

—No.

—Al menos te has hecho la paja pensando en ella.

¿Qué respondía? Ya había terminado con su trabajo, ¿por qué no lo dejaba marcharse? «Porque está en control y se lo está disfrutando —Adán cerró el último maletero que quedaba abierto y le echó candado—. Debo salir de aquí cuanto antes».

Las grietas en el laberintoWhere stories live. Discover now