Medidas impopulares

34 0 0
                                    

Ayer fue mi turno de sacar los vestidos de invierno. En Madrid el otoño no dura, así que me he acostumbrado a guardar ropa para dos estaciones: tirantes y cuellos cisne. Sin término medio. Saqué mis cajas de cartón estilo vintage compradas en los chinos, les quité las tapas y me puse con la cosa de los montones. Tardé exactamente dos camisas y tres faldas en preguntarme por qué no había yo tirado aquello allá por abril, cuando ya había pasado una temporada completa en el armario sin tocarme más piel que la de las yemas de mis dedos en el trayecto caja-percha y el posterior,  percha-caja.

Me senté. Primero le di un manotazo a no sé qué cosa que había dejado en la silla y luego me senté con cara de boba. Vi que el bote de galletas había salido subrepticiamente de la alacena donde vive para mirarme frente a frente desde el escritorio y se me ocurrió: Por si acaso. Por si acaso, sí; pero por si acaso ¿qué? ¿Por si ocurre un desastre de proporciones universales y toda mi otra ropa se quema? ¿Por si de repente es obligatorio, bajo pena de destierro, llevar algo que ni te guste ni te quede bien?

Y sonó el teléfono. Y vi el número. Y no contesté.

El tarro de galletas chinas se moría de la risa en su plaza de aparcamiento junto al MAC, las tres faldas y las dos camisas se retorcían, tratando de aguantar las carcajadas, y yo me sentía cada vez más tonta, allí, plantada en medio de un batiburrillo de cosas que sin duda eran mías pero no quería y de las que no sabía cómo deshacerme.

Porque las personas con poca ropa y las solitarias tienen menos derechos. Esto se sabe porque llevan pegada a la espalda – o en la frente- un cartelito con la leyenda bich@ rar@. Indivíduo que repite modelito y no recibe un whattsup cada treinta segundos. Ojo, que ni siquiera hace falta que vistan de manera peculiar, que lleven una enciclopedia bajo el brazo o que paseen una mantis religiosa identificada con su collar reglamentario. La soledad –y los fondos de armario escasos- es una lacra, amigos, que se codea con la gordura y la fealdad.

Así las cosas, conservar gente alrededor se convierte, junto con el control del cuerpo y la compra compulsiva en tiendas de confección, en un objetivo de primer orden: retengamos personas, vayamos al baño por parejas, viajemos juntos, hagamos nuevas amistades a toda costa. A veces parece que en lugar de relacionarnos con otros seres humanos, lo que hacemos es coleccionar cromos.

Claro ¿Qué pasa cuando en tu vida aparece alguien que, así, a priori, sin que se lo pidas, te sonríe, te habla con cierta confianza y parece interesante ¡Leche! ¿Qué va a pasar? Pues que no le buscas tres pies a un gato ni el lado oscuro a un ciudadano: te lo quedas, le observas, juegas con él –o con ella- y te sientes afortunada –o afortunado- de haber añadido una muesca más en tu revólver. Ya estás menos solo, ya eres más guay, ya te sientes más a salvo. Y puede que te pongas alguna de esas prendas que compraste en un arrebato de horror vacui. Nunca se sabe.

Unas semanas después, tu nueva adquisición, esa que te había hecho tan feliz, se rebela como un auténtico imbécil. Un idiota de tomo y lomo que no te aporta absolutamente nada positivo. Igual que aquellos pitillos que debías poseer para evitar… No sé, que el mundo colapsara, supongo.  La cuestión es que, cada vez que este tío se dirige a ti, te pone de los nervios. Hasta te ha salido urticaria… O no, pongamos que te cae razonablemente bien, pero es más aburrido que una partida de chapas entre dos galápagos ancianos. Te duermes sólo de pensar en  coger sus llamadas De hecho, cuando suena el teléfono tu ropa se ríe de ti a mandíbula batiente ¿Qué haces? Pues yo he visto que la mayoría de las veces se apechuga: es tuyo, le sonreíste una vez, le reíste un chiste una vez, le aceptaste, así que esto es hasta que la muerte os separe ¿no?  

¿Y si nos libramos del lastre esta vez y nadie más quiere acercarse a nosotros nunca en toda la vida? ¿Y si tiramos ese vestido que compramos dos tallas más grande porque era el más bonito del mundo pero no había nada de nuestro tamaño y luego resulta que hacemos un curso de corte y confección y lo adaptamos a nuestro escultural cuerpazo?

En serio, tengo la impresión de que tomamos muchas decisiones respecto a las personas de quienes nos rodeamos en función del miedo a la soledad. De por qué conservamos la ropa no tengo ni idea. Pero de personas que no merecen ni rozar el aire que respiramos, aguantamos carros y carretas para no quedarnos solos y para que los demás no piensen que somos seres sin alma ni emociones, capaces de dar la patada a nuestros semejantes si relacionarnos con ellos no nos beneficia de alguna manera.

El amor, la amistad, son gratuitos, en un mundo ideal deberían ser recíprocos y desinteresados. En definitiva: el amor, la amistad, todas las relaciones deberían sumar, no restar. Y en el momento en el que alguien resta, debemos sentirnos libres de abrirles las puertas de nuestra casa y mandarles lo más lejos posible. Esto no muestra más que la madurez que se necesita para discernir lo que uno quiere en su vida de lo que no. El mar está lleno de peces, el mundo revienta de personas ¿Para qué mantener a nuestro lado a aquellas que nos hacen daño de una manera o de otra?

Y esto vale también para los amigos de toda la vida, la familia, los compañeros de trabajo y todo bicho viviente excepto las mascotas, que no tienen culpa de nada. En serio ¿Qué necesidad hay de desgastarse en relaciones estériles que no te dejan más que cansancio y obligaciones? ¿En virtud de qué tipo de lealtad enfermiza debemos sufrir para que otras personas no se sientan desgraciadas? Ese tipo de sacrificios no se hace por generosidad, se hace por compromiso. Y no hay nada, o casi, más dañino que vivir amarrados por compromisos en los que no creemos.

Así que toca limpieza de otoño. Toca abrir los armarios, tirar la ropa que no te queda bien, los complementos raídos y a la gente que estorba. Siempre, decía mi madre, hay un roto para un descosido. Así que no nos deshilachemos tratando de remendar los tomates de todos los calcetines del mundo. Y recordemos que no entra lo nuevo en un espacio abarrotado de trastos viejos.

Yo, de momento, he mandado a mis risueñas camisas al contenedor de ropa para donar y he expurgado a conciencia mi agenda del móvil.

Galletas de la suerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora