Ser, estar o parecer

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Sé que algunos me habéis echado de menos. Yo a vosotros más. La semana pasada visité una de mis ciudades favoritas: Londres. Creeréis que es mentira, pero de hecho viajé con mi móvil, el de mi novio que mola más, mi tablet y un portátil. Objetivo: hornear mi galleta de la suerte in situ para que quedase más auténtica. Y para faradar un poco, no lo negaré.

Pues bien, la wifi de mi hotel no conectaba, nuestros teléfonos no encontraban red y la tablet tres cuartos de lo mismo. Resultado: no galleta, no conexión a nada y cinco mujeres en franca desesperación pensando que me habría dado un jamacuco –soy muy propensa a los jamacucos-.  Me diculpé con ellas, que me habían enviado mensajes muy sentidos que me sentaron mucho mejor que una taza de chocolate con nubes y ahora me disculpo con vosotros. Para próximas ocasiones me he insertado un chip con el roaming ya activado en el bulbo raquídeo.

A Dios pongo por testigo de que no habrá un miércoles más sin galleta.

Sí, soy yo.

En la torre de Londres

con un yelmo

Dicho lo cual, comencemos con la de hoy. Y para ello nada mejor que advertir que el contenido de esta galleta puede herir la sensibilidad de nacionalistas vascos, gallegos y catalanes a pesar de que la intención con que está escrita es tan política como verde el caballo blanco de Santiago. Así que antes de cabrearos en el primer párrafo pasad al segundo y así sucesivamente. Si a la altura del vídeo seguís cabreados, releed. Si aún así el cabreo no se disipa, agredid. Me he comprado un yelmo.

Martes 4 de diciembre, Londres. Puente de la torre a la hora a la que se pone el sol en la ciudad que nunca duerme; o sea, a las cuatro y media de la tarde. Sin comer porque la torre tiene mucha enjundia y aunque yo ya la había visto dos veces, el rizos no. Un frío que aún tecleo al ralentí cuando me acuerdo. Va el puente y se abre. Siguiente puente a mucha distancia –frío, hambre- y asumimos que no tardará mucho el barco en pasar. Nos rodean seres humanos de toda edad y condición pero de un pasaporte único: el español.

Cada uno suelta sus tonterías. Lo típico que se dice cuando mueres por congelación en un monumento. Unas chicas detrás de mí dicen las suyas. Muchas, muchas tonterías, que para eso son adolescentes de viaje de estudios. Si no dicen bobadas en esas circunstancias ¿cuándo las van a decir? Yo entiendo todas y cada una de esas tontadas porque las pronuncian en mi idioma materno; o sea, el español.  En el momento en que le suelto una lindeza al rizos, que se me estaba quedando gurrumío como una chufa pasa, las niñas a mi espalda cambian a otro de los idiomas que reconoce la constitución española.

Alicia se cabrea como una mona. Como trabajo con un chimpancé, sé qué quiere decir la expresión. Creedme: furibunda ¿Pero qué se creen estas que son? ¿Qué pasa aquí? Más o menos a esa altura de la película me doy cuenta de que tanto enfado no es ni medio normal, que a mí la cosa de la nacionalidad me la ha traído siempre más bien floja –estoy muy suelta yo hoy con los vulgarismos-, y que allí se cocía algo más.

Así las cosas me pregunto que a ver por qué me pone a mí como una moto que las chicas cambien de idioma si ni me interesa la conversación, ni tienen nada que ver conmigo ni lo han hecho para molestarme.

- ¡Están ocultando que son españolas!

- Ahá ¿y?

Y ahí terminó mi diálogo interior, porque la cosa no daba para más. No estaban ocultando que eran españolas. No estaban ocultando nada. Y si lo hacían, que les cunda. A mí lo que me molestaba era que había reconocido una actitud mía de hacía tiempo y no me había gustado nada. Porque a veces la inseguridad te hace querer ser algo o alguien que no eres.  Por ejemplo, te compras ropa cara para parecer rico o te tiñes el pelo para ser pelirroja o te enfundas una faja para parecer más delgada.

Otras veces la inseguridad te pide que te integres en un grupo que a su vez debe diferenciarse de los demás grupos. Y, amigos míos, en esta clase de inventos tengo yo un máster.  

Sospecho que a partir de estas premisas surgen las tribus urbanas.  Unos pocos que no quieren ser como los demás; los segundos pocos que no quieren ser ni como los demás ni como los primeros pocos. Unos se visten de rosa y se ponen el pelo sintético; otros se hacen piercings hasta en el DNI, otros van con gorra de baseball a entrevistas de trabajo. Lo que os de la gana. Al final todos buscamos lo mismo: AMOR.

Y algunos buscamos que nos digan lo especiales que somos, lo bien que hacemos una cosa u otra, lo rápido que leemos, la de nombres que conocemos. Da  igual. No importa. Lo que importa es que nadie nos querrá de verdad si no mostramos nuestra verdadera cara. La que sea de verdad: catalana, vasca, española, pitufa, marciana… Al final la mujer o el hombre que te gustan y que se han fijado en ti por tu cintura de avispa saldrán corriendo si te quitas la faja y se descuelga una cascada de grasa. El genio gafapasta que te pone a mil se dará cuenta de que toda tu cultura se reduce a los cromos de Danone y la imbécil del quinto, la que se no sabe hacer la o con un canuto, te mandará a paseo si finges que no tienes dos carreras.

Tus amigos son tus amigos, la gente se enamora o se odia o se resulta indiferente. Y será así por muchos disfraces que luzcamos. Quien te ame puede amarte a ti o a tu disfraz ¿Por qué no dejar que te escoja a ti.

Petonets, bicos, muxus, besos.

Galletas de la suerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora