Procrastinación, divino tesoro

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Tres días después me siento, abro la lata roja y saco una galleta. Me da en la nariz un tufillo como a rancio. Y eso que cada una viene envuelta en su celofán sellado. Miro el calendario y tampoco ha pasado tanto tiempo… A ver, el primer miércoles ilusionada, el segundo en el bus, el tercero me dio la angustia vital ¿Cómo? ¿Qué hoy cumplo un mes? ¡Un mes entero comiendo galletas!

Corro a la báscula. El otro día me puse a contar los aparatos que tengo acumulados en la habitación del ordenador y me quedé loca: móvil, tableta gráfica, ordenadores de sobremesa dos, tres portátiles, la tablet de leer en el metro, dos ipods, una máquina de coser, una de quitarle pelotillas a la ropa, la plancha y la báscula. Creo que además hay dos discos duros sin padre ni madre ni perrito que les ladre. Con lo de recordarme a mí misma la cantidad de chismes electrónicos que tengo en la habitación hago como que se me ha olvidado que buscaba el peso. Hago como que se me olvida que llevo un mes desempaquetando dulces chinos para ver el mensaje. Confieso: no escribo acerca de lo primero que me dice la repostera oriental que envasó todo esto. Como hasta que me sale una frase inspiradora.

Miro el MAC, mi compañero de tardes domingueras y sé que lo que debo hacer es sentarme al amparo de su teclado, cálido y familiar, para terminar el procesado de la última sesión de fotos que hice allá por junio. Me acuerdo de mi amiga y fisioterapeuta Noelia, de lo bien que lo pasamos a pesar de su lesión en la pierna,  del maquillaje, de que la calle estaba desierta, del calor que hacía… Y es que hoy también hace mucho calor. Anoto que en cuanto me haga el té de hibisco con hielo y las brochetas de fruta me siento a editar. Marcho a la cocina, donde me espera la lata roja, abierta de par en par. La cierro, cambio la agenda de la tarde para encajar la redacción de la entrada del próximo miércoles y un gato se refrota contra mis piernas.

Me agacho y cojo a Verano en brazos. Verano es el más pesado de los cuatro que viven conmigo. El que me chillaba por la mañana temprano si había llegado tarde la noche anterior. Por lo general le encanta que le abraces y le acaricies, pero en esta ocasión se ha tirado al suelo y ha salido corriendo en dirección a la entrada. Le he seguido y le he pedido disculpas: cuenco de comida vacío, agua vieja. Les he puesto ración doble de comida (no, no ha sido para compensar, sino porque así tengo que rellenar el bol menos veces) y he cambiado el agua.

En el baño me he dado cuenta de que me toca mascarilla exfoliante. Me noto la piel un poco mate estos días y es verdad que con la cosa de los doce blogs, los relatos, la novela de las narices, comer fatal (todo culpa de las galletas chinas) y el calor este que me mata, he dejado un poco de lado los básicos: limpiar, exfoliar, hidratar. Me he puesto mi diadema roja favorita, lo que quiere decir que la he encontrado. Sin tratamiento ni nada me he sentido mucho mejor. En el fondo del tarro de cristal del que ha salido la cinta, he visto mi bolígrafo favorito.

Con todo el pelo hacia atrás he vuelto a la habitación del ordenador, donde esperaban báscula y MAC. Me he sonreído con mucho cariño, he pasado por el salón a coger el último sobre de hibisco para infusión y ya estaba poniendo la tetera al fuego cuando ha sonado el teléfono.

Bingo: mi madre, a quien no le cojo las llamadas desde hace dos semanas porque siempre estoy demasiado ocupada y ella lo entiende. Lo malo de todo esto es que no es culpa suya. Desde hace unos meses, algo más de un año, me encanta hablar con mi madre. Es una tía divertida, inteligente, un poco desperdiciada, la verdad. Pero bueno, a lo que vamos, que hablar con ella es enriquecedor y útil. Si no fuera por mi madre nos abría apenas nada de mi familia.

El caso es que no le cojo el teléfono a mi madre porque tengo que escribir, no escribo porque tengo que editar, no edito porque no sé trabajar sin algo que llevarme a la boca y el te no se hace solo, no me hago el te porque ha pasado una mosca… Y cuando me quiero dar cuenta estoy mucho más cerca de mis fechas de entrega con la casa por barrer. Y me diréis que exagero, que seguro que no es para tanto, que a todo el mundo le pasa.

Toda la razón, pero mi galleta hoy decía que no dejara para mañana lo que pudiera hacer hoy, ya son las doce de la noche y la lata roja sigue cerrada en medio de la mesa de la cocina porque no he tenido tiempo de devolverla a su armario, no he hablado con mi madre, tengo la cara hecha unos zorros, Noelia casi ni me habla y ni siquiera he podido terminar la entrada de blog de hoy…

Galletas de la suerteWhere stories live. Discover now