No estoy vencido

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Esta maña (si dejas maña, el corrector de Word no cumple su función porque interpreta el gentilicio aragonés, acabo de darme cuenta. Por esto, amigos, hay que releer lo que se escribe).

Reinicio:

Esta mañana me he levantado muy pronto, he salido muy pronto de casa y, para premiarme por tanto afán trabajador he tomado el autobús en lugar de sumergirme en las atoradísimas tripas del metro madrileño. Es preferible sentirse sardina a sentirse flora intestinal, os lo digo yo. Dejemos de lado que me ha salido el pan como unas hostias (un atasco en Arturo Soria que me han dado ganas de llamar a So Blonde para tomar café en el Arturo Soria Plaza. Pero no lo he hecho. Y como no lo he hecho, tenemos esta entrada, que podría ser otra, mucho más glamurosa –el que tiene una rubia, tiene un manual de estilo-, pero es esta.

Que sí, que me dejo de monsergas y voy al lío. Lo que pasa es que son novecientas palabras mínimo y con algo hay que rellenar, que lo de hoy no pasa de anécdota. También es verdad que lo de las novecientas es orientativo, pero ya que se supone que soy una neurótica y una fan de la puntualidad británica, voy a hacer honor.

En fin, que me he sentado en la parte de atrás del bus, que para algo he llegado la primera a la parada y me he dedicado, Gotye gritándome al oído ahora, Adelle gritándome después, a mirar por la ventana. Eso que en el bus se puede hacer, pero en el intestino underground no. El paisaje de una línea de la EMT no cambia mucho de un día para otro: mismos edificios, misma gente vestida de oscuro que arrastra maletines o niños sin mucha distinción entre unos y otros, semáforos en rojo (en rojo todos, en rojo siempre), árboles con más o menos hojas, alguna obra… Una ciudad recién despierta que se dispone a atacar el día y comérselo de un bocado.

La mayoría de nosotros, no siempre, pero a menudo, comenzamos el día derrotados de antemano.  No sé si por el cansancio que arrastramos con menos resignación que los maletines y los críos, por la previsión de lo que nos espera (yo a veces hago agenda mental camino de la oficina y llego agotada sólo de pensarlo) o porque no hacemos el esfuerzo de mirar las cosas de otra manera. He escrito en más de una ocasión acerca de lo mucho que tenemos y lo poco que lo valoramos.

 Hoy he visto a través del cristal a un hombre que se había merendado el día de hoy antes de empezar. Trabajaba en un paso de cebra. Nunca le he visto antes, así que quizá no sea su puesto habitual. O quizá es que antes no estaba preparada para verlo. Soy de las que piensa que el maestro aparece cuando el alumno está preparado. Hoy estaba preparada y él mucho más.

Ha esperado a que su semáforo se pusiera en rojo mientras todos los demás esperábamos a que el nuestro se pusiera en verde. Lo ha hecho junto a una silla de plástico verde de esas de terraza, horrorosas. Encima de la silla había una mochila azul marino y un paraguas (ha amanecido de lluvia, hoy, aunque cuando nos hemos cruzado este señor y yo ya no llovía). Él iba vestido con pantalones oscuros y chubasquero igualmente oscuro. En un momento, sin venir a cuento, ha levantado los dos brazos en señal de triunfo: puños cerrados, pequeña sacudida al llegar al punto más alto, sonrisa inmensa. “¡Vamos allá!” Parece que decía.

En un primer momento he pensado si no estaría loco. No sé a qué punto hemos llegado cuando el primer pensamiento de una mujer de 38 años que ve sonreír a un hombre a las nueve menos cuatro de la mañana en un semáforo es que está loco, que algo no funciona bien en su cerebro, que no lo pilla, vamos. De todas maneras he pasado un poco por encima del prejuicio y me he quedado mirando. Observo con frecuencia a los mendigos. Este no lo era.

Se ha colocado entre las dos filas de coches, ha metido las manos en los bolsillos del chubasquero y ha sacado un montón de cosas de color naranja chillón. Desde mi asiento, a salvo en el autobús, no he podido distinguir qué eran. Las ofrecía a los conductores a través de las ventanillas de los coches. Cada dos o tres coches repetía el gesto de victoria, repetía la sonrisa ancha, repetía el ofrecimiento a un cuarto, un quinto, un sexto conductor que también permanecía hermético, aislado. La última vez que le he visto tenía los bazos en el aire, por encima de la cabeza, formando una uve perfecta. Sonreía con los dientes blancos, grandes, que solo se ven en las bocas de hombres negros. Ese estereotipo de negro enorme, afable, noble, orgulloso, humilde. Este, además, vital.

Un hombre que no estaba vencido: ni por la hora a la que habría empezado su jornada, ni por el frío y la lluvia, ni por los cristales levantados de los coches, ni por mi empeño en observarle, ni por estar lejos del terruño ni por nada.

Creedme: nunca me había visto las caras con un vencedor de este calibre en toda mi vida. Nadie que amara tanto la suya.

Novecientas palabras exactas. 

Galletas de la suerteWhere stories live. Discover now