Madres no hay más que una

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Ser hija es difícil. De hecho viene dado con el nacimiento y tienes que lidiar con ello toda la vida. Que si eres igualita a este o al otro; que si tienes los ojos de aquel y la sonrisa del de más allá. No han pasado tres horas desde tu nacimiento y ya te han convertido en el monstruo de Frankenstein redivivo a fuerza de colocarte miembros de unos y de otros. En mi caso, además, con causa: nací de color azul porque a mi madre se la olvidaron en un pasillo de la residencia. Un poco más y no estáis leyendo esto, queridas y queridos. Vosotros sabréis si os alegráis o no.

Yo he tenido ratos que no. Una nace y se pasa no sé cuánto tiempo colgada del pecho de su madre primero y de los caprichos de su madre después; de los principios, la ideología y las buenas intenciones de su madre. Tu madre te alimenta y te alimenta bien. En el caso de la mía, por cuestiones de su propia infancia, me alimentó tan bien que siempre fui una niña regordeta de mejillas sonrosadas y ojazos verdes (conservo mejillas y ojos). La mujer era FELIZ si yo me acababa todo lo que hubiera en el plato. Luego llegó mi hermana, que la hacía profundamente infeliz al no comer nada, pero ese es otro cantar.

A los pocos años, a nada espabilado que seas, ya has aprendido que si recitas todos los colores del arco iris, los números del 1 al 10 y las letras del abecedario, hay premio. Si además eres como yo y no te callas ni debajo de las piedras mientras sueltas trisílabos o cuatrisílabos, la cosa está hecha: te has convertido en la joya de la corona. Te exhiben, te muestran, se sienten tan orgullosas las madres de ti… La tuya y las otras, no os creáis.

Cuando creces te toca ponerte delante de esa mujer a la que le debes, para empezar, la misma vida y decirle: mamá, no quiero este pichi de cuadritos. Todas mis amigas llevan camisetas de la muñeca de Matutano (ahora Ruffles) y vaqueros. Este pichi de cuadritos me convierte en la manzana de Guillermo Tell, hazme el favor. Pero el pichi se queda en su sitio, las dos coletas se quedan en su sitio, los zapatos de tira se quedan en su sitio y tú vas muy pintona, eres la delicia de las familias y nadie parece ver esa flecha que llevas en medio de la cabeza. No nos engañemos, además: con el tiempo te acostumbras a la flecha y ya ni te molestan las gotas de sangre que se deslizan por tus cejas y enmarcan tu carita de princesa pepona. Con algo más de tiempo la haces tu seña de identidad. Ya sabéis: Alicia, la tía esa de la flecha en la frente. Sí, sí, esa.

Más tarde, muy poco más tarde, cuando ya puedes salir sola, empiezan los problemas gordos de verdad. Es verano, anochece a las diez de la noche o más, tus amigas las de las camisetas de Matutano se han comprado zapatillas y pantalones de marca, comen pipas sentadas en un banco de la plaza, se estrena “V” y tú tienes que estar en casa a las ocho y media porque es la hora inamovible de la cena. Ocho y media. Es posible que tu madre no tenga ni idea de en qué consiste el horarios europeo, pero tú lo cumples a rajatabla porque al día siguiente hay clase y en clase se está despierto. Consecuencia directa número 1: ocho sobresalientes de media. Ni hablamos de las flechas en la cabeza, los brazos, las extremidades partidas y la cantidad de motes inverosímiles de la gorda empollona y gafosa. En fin.

Instituto. Las zapatillas dejan paso a unos zapatos de tipo payaso con los que tu madre no comulga pero que tolera (Yiiiihaaaaa!). De escotes ni hablamos, claro. Las pipas se convierten en pubs e intercambios culturales con extranjeros. Sí, sí, extranjeros. En el País Vasco, donde me crié, los chicos vivían en un país paralelo al nuestro, así que cuando entrabas en contacto con ellos era como irse de Erasmus pero en el instituto y sin moverte de casa. Mamá decide a qué fiestas vas y qué fiestas te pierdes. Lo que además decide –y tú crees que lo sabe, porque si no, no tiene sentido- es cuántas posibilidades de liarte con el extranjero que te gusta pierdes por cada fiesta a la que no vas. Así te mantiene virgen y pura hasta los cuarenta, o al menos todo lo que pueda. Y las madres pueden. Creedme, mi madre tenía poderes que ni las seis superchicas de la Comendador. Cuando se trataba de sexo mi madre mutaba en una especie de Batwoman, Superwoman y Magneta enfocada a impedir cualquier tipo de contacto intercorporal.

En la universidad las cosas cambian, aunque no demasiado. Se establece una especie de relación comercial con tu madre en la que la supuesta moneda de cambio son las notas. Y no es que tu libertad aumente en función de tus calificaciones. Si fuese así, tus ocho sobresalientes de media te habrían catapultado a la popularidad más rutilante en lugar de al abismo de los nerd;  sino que tu sentimiento de culpa disminuye. Si apruebas, la cosa va más o menos sobre ruedas. Si suspendes, sobre tu cabeza pende la espada del Damocles ese, que te grita al oído que en casa no sobra el dinero, que tu madre se sacrifica para que tú tengas un futuro. Así que agarras los libros de derecho, te haces amiga a la fuerza de Diéz Picazo y Gullón, te aprendes hasta las erratas y vas tirando.

Cinco años después te vas de casa.

Muchísimo tiempo más tarde, ayer mismo, te encuentras sentada en el jardincito de la oficina con un compañero de trabajo. El día anterior habías visto “Navajeros” porque te ha dado por el cine quinqui de los ochenta. Se te ha quedado un cuerpo regular porque ya tienes unos años, claro, y las cosas parece que cambian. Ya le vale al pasado, que tiene esa cualidad meliflua y oscura que convierte a los malos en menos malos y a los buenos en otras cosas. Entonces se te ocurre que, joder, igual tu madre no era el monstruo neofascista que tú creías.

Sigues pensando que se pasó de estricta, que no sabía lo que te estaba haciendo cuando te mandaba acostarte antes que las gallinas, te vestía como una perfecta niña obediente, te enseñaba a hablar con corrección, te obligaba a lavarte los dientes y te prestaba libros de Dumas para que no creyeras que los mosqueteros eran perros. No, ella no tenía ni idea de que te estaba haciendo diferente de los otros niños, que su manera de tratarte te estaba creando una serie de inseguridades y complejos que tardarías años en superar, si los superabas. De eso no sabía nada.

Tampoco tenía ni la más remota idea de que deseabas que te besaran a escondidas en un parque, que si te impedía irte de campamento te condenaba al ostracismo postvacacional, que si te ponía una hora tope para volver a casa de las fiestas del pueblo te convertía en una rara oficial. No sabía que te hacía infeliz, diferente. Sabía en cambio que esas decisiones suyas te apartaban de ella. Y debía de dolerle.

Pero es que también sabía que hay que estar despierto para estudiar, que hay que aprender el valor del dinero, que hay que tener una personalidad propia para no morir arrollado por las personalidades ajenas como por una manada de caballos desbocados. Eso sí lo sabía. Y sabía que, si permitía que sus hijas se doblegaran a las exigencias de cualquier grupo, se convertirían en carne de manipulación, en cuerpos huecos e infelices con menos posibilidades que otros de tomar decisiones propias.

Así que hoy toca, señoras y señores, echar la vista atrás y agradecer a nuestras madres sus errores. Todos los errores que cometieron por nuestro bien y que nos alejaron de realidades que nos habrían convertido en personas menos felices, menos ricas, con menos posibilidades. Porque quizá sin esos errores no estaríamos leyendo estas palabras.

Y sí, la galleta de hoy iba de eso de respetar a tus mayores, de que más sabe el diablo por viejo que por diablo y de todas esas zarandajas que cobran un sentido u otro según avanza uno por el camino de la edad.

Me debo de estar quedando caduca.

Galletas de la suerteWhere stories live. Discover now