Enlatada en el bus

79 2 0
                                    

Es martes, así que mañana toca galleta. Toca galleta, así que toca cocinar. Toca cocinar, así que más vale remangarse, servirse una copa de vino y escarbarse las meninges. Y esto, Ali, sólo para la segunda entrada. Culpa enterita de la semana de éxito, of course; que si nos hubiera ido mal,  otro gallo cantaría.

La cuestión es que mi lata roja llena de galletas no me seduce nada. Con este calor, lo que apetece es un rato de piscina, que el vino me lo acerque un señor estupendo en una bandeja, como durante aquellas vacaciones en Santo Domingo, cuando me llevaban langosta y champán al borde del agua con sólo chasquear los dedos;  y, sobre todas las cosas, no coger nunca más un autobús que cruce la ciudad de norte a sur para devolverme a la paz del hogar.

¡Bingo! El autobús ¿Qué es el autobús? Nada más y nada menos que una galleta de la suerte enorme, repleta de mensajes a punto de ebullición. Ahora sí que me apetece abrir la galleta y leer el papelito. Un segundo, que descorcho mi blanco de Rueda y os cuento.

Imaginad una tarde de bochorno en Madrid. Para los que no conozcáis este calor de meseta y asfalto, os recomiendo el vídeo de un poco más abajo: impotencia, agobio, aglomeraciones, rostros transpirados, vestidos con aire de uso y suciedad cuando en realidad salieron recién limpios y planchados del armario esa misma mañana; la sensación de que la ciudad se derrite bajo tus pies y que no puedes hacer nada para quitarte el polvo del pelo, el sudor de la frente ni los años de los zapatos.

Bien. Ahora imaginadlo dentro de un autobús. Ya habéis entrado, os habéis abierto camino a codazos hasta el único asiento libre, os habéis colocado los cascos y os disponéis a  disfrutar de un trayecto silencioso cuando el ipod os informa de que no le queda batería. Frente a vosotros, una pareja de adolescentes. Ambas rubias, ambas a medio vestir, con unos pantalones tan cortos y tan ceñidos y unas camisetas tan escasas que os preguntáis por qué se tomarían el esfuerzo de embutirse en ellas. También os preguntáis si la pederastia homosexual estará más castigada que la heterosexual, pero esa es otra historia.

Las miráis y sabéis de inmediato que su conversación os horrorizará tanto como el hecho irrefutable de que ellas deben de estar pasando el mismo calor que vosotros, pero sus cuerpos se parecen mucho más a nenúfares en un jardín zen que a coliflores cocidas, que es como os sentís. Entonces decidís escucharlas, porque sois personas adultas y no podéis llegar a casa con esa sensación de fracaso absoluto que da descubrir que la edad no perdona.

Desde aquí, con el aire acondicionado puesto, después de una ducha rápida con agua fría y disfrutando de mi copa vespertina, os aseguro que tampoco es para tanto. La edad perdona muchas cosas. Por ejemplo, esas dos chicas llenas de juventud y belleza se contaban, entre aspavientos y algunos bisílabos, lo mal, mal, requetemal que un tal Andrés se estaba portando con una tal Rosana. Ni Andrés ni Rosana estaban presentes, claro; y mis dos niñas se preguntaban por qué ella continuaba con él si, por supuesto, no merecía la pena.

Igualito que mis amigas, mi hermana, mi madre, mis tías, mis compañeras de trabajo, mis amigos, mi hermano, mi padre, mis tíos y mis compañeros de trabajo. Haced un recuento así, de cabeza, de las relaciones que os asombran más que los programas de Iker Jiménez. Seguro que conocéis al menos una de las catalogadas en misterios del universo y cuatro en pues ellos sabrán lo que hacen pero yo, para vivir así, mejor me quedo sol@.

El secreto, la clave para descifrar todo este embrollo es muy, muy, muy sencilla: Sólo nos contamos lo malo. En serio. Seguro que estáis pensando que vosotros no, pero no me lo creo. Contamos que nuestro novio ha llegado tarde, o que nos ha preparado una cena a base del único plato al que somos alérgicos, o que nuestra hermana se ha olvidado de nuestro cumpleaños, o lo que se nos ocurra. Pocas veces explicamos que nos han dado el masaje del siglo, que una compañera nos ha regalado una camiseta preciosa que le sobraba, o que nos han echado una mano.

Y me juego el cuello a que a todos os han dado una sorpresa agradable al menos una vez. Venga, sed honestos y haced memoria. Una sorpresa, pequeñita, una vez. Pero de estas no se habla. No sé si porque nos da miedo que los demás crean que alardeamos. Es un poco raro, esto, porque vestimos prendas de diseño, conducimos coches caros, enseñamos las fotos de las vacaciones exóticas, pero ¿nos volvemos tímidos si mostramos que somos amados?

Algo funciona mal, entonces. Si mis amigas sólo me cuentan lo feo de sus novios de modo que yo crea que más que novios son plagas, que las madres son monstruos constrictores, los compañeros son vampiros succionadores, los jefes son tiranos sin escrúpulos y así hasta el fin del bestiario de cada uno ¿por qué sigue en pie el mundo?

No, yo no me lo creo. Y como mi galleta de la suerte de hoy decía que mirase un poco más allá porque en todo lo que parece malo se esconde alguna cosa buena, os insto a hacer lo mismo: contadnos una cosa buena de esa persona tan odiosa con la que os cruzáis a diario y a la que no soportáis. Seguro que algo hay, Y si no lo veis, buscadlo. Al final es más fácil vivir rodeado del lado bueno de la gente que del lado malo

Galletas de la suerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora