Deshojando la margarita

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Todos tenemos miedo. Incluso los más valientes. Lo que les diferencia de los cobardes es que ellos miran al miedo a la cara y actúan.

Algo de eso creo que he leído en alguna parte, o he visto en alguna película.  Ya, ya sé que mi club de flanes está hasta la coronilla de que hable del miedo, pero no se me ocurría otra manera de empezar esta galleta y que colase lo que os voy a contar, que es lo que soñé anoche. Bueno, en realidad se me había ocurrido empezar con la famosa frase de Luther King, pero me he notado así como irreverente y me he dicho que mejor recurrir a las frases hechas sin contenido político.

Aunque la verdad es que había otra cosa rechula que contar hoy y que me pasó el otro día en el bus de vuelta a casa. Se resume en: Qué buenos son los ipods para aislarte de la gente, oye, y qué malos para la comunicación. Como hoy he hablado con mi compañero de trabajo de si creíamos en el cielo y he decidido que sí, que creo en el cielo y que debe de ser un lugar donde no seré enteramente yo, sino que habré pasado a un estado en el que seré algo así como energía pura en comunicación plena con el resto de energía y que no existe comunicación sin amor, os cuento lo del autobús.

Porque os quiero.

O sea, que dejo para otro día lo de que anoche me perseguían hombres y mujeres, al estilo de La invasión de los ultracuerpos.  Creo que lo soñé porque vi El Bosque, uno de cuyos protagonistas me recoordó muchísimo a Jeff Goldblum, mi mito erótico de alguna época pasada de mi vida. En cualquier caso, en La invasión de los ultracuerpos, unos extraterrestres con bastante mala idea hacen réplicas de seres humanos. Lo único que les diferencia de ellos es la ausencia de emociones; de modo que cuando un ultracuerpo se encuentra con un humano, lo secuestra y lo convierte o lo mata.

A mí no me perseguían para matarme, sino para estrecharme la mano (iban todos con el brazo extendido como hombres de negocios a la busca de socio) y convertirme en una persona amable. Todos eran amabilísimos. Me decían que no me preocupara, que sólo querían darme la mano.

No sé por qué me he levantado esta mañana con la sensación de haber tenido la pesadilla más horrible de los últimos tiempos. Creo que es porque –y por esto me parecía adecuado el sueño para una galleta-  me aterra la idea esa según la cual sólo hay una manera de ser educado, una manera de ser correcto, una manera de ser buena. Y es que no.  Sin ir mucho más lejos, aquí somos seis y cada una tiene su estilo de generosidad, su estilo de agradecimiento y también su mala leche.

Curiosamente, para lo malo existe libertad de acción y estilo. Para lo bueno la cosa es más rígida.

No termina de convencerme esto. Y no hay ninguna galleta dentro de la lata (he optado por comprar un paquete y abrirlas sin comerlas. Total, lo que cuenta es el papelito ese), no hay ninguna que lo explique de manera satisfactoria.

Pero bueno, como de eso no vamos a hablar, centrémonos en el dolor de cabeza que me atenazaba el viernes pasado. Me había parado en el Starbucks con mi cuaderno de esquemas para novelas. Me gusta escribir en lugares sin internet. Más que nada porque me gusta escribir y cuando hay internet nada más existe. Tras un par de horas de trabajo, con la cabeza estallando de dolor y felicidad (había encontrado una solución a un problema), cogí el 34 hasta mi casa.

Por culpa del dolor no conecté el ipod.

Por culpa de un niño que me daba patadas me cambié de sitio.  me puse a mirar por la ventana y a sintonizar mi antenita. Vivo en un barrio de trabajadores construido en la época Cuéntame por excelencia. Mis vecinos se levantan más temprano que yo, regresan más tarde a casa y, por las conversaciones que se oyen de balcón a balcón, sus prioridades no son las mismas que las mías. Si añadimos eso a mis prejuicios, el elemento sorpresa se construye solo.

Frente a mí una madre y su hija hablaban de literatura.  La mujer, entrada en carnes, con una falda recta del estilo que usaban las señoras de mi pueblo,  una blusa estampada de colores ocres, el pelo rizado desarreglado, corto, castaño, con el aspecto de mi abuela a los cincuenta y pocos años. La hija delgadita, morena, con gafas. Me llamó la atención que hablaban en español, pero la hija decía los títulos de algunos libros en un francés perfecto, nada de guayominí. Me da ternura la gente que habla bien un idioma extranjero. Casi tanta como los que hablan bien el español.

Después de que la madre pusiera a caer de un burro a Zafón, la sombra del viento y a mi archienemigo, el señor Pérez Reverte, no tuve más remedio que entrar en la conversación. Al fin y al cabo aquella mujer era mi alma gemela, tenía en sus manos la educación de un alma joven e impresionable y merecía mis aplausos. Para vuestra información, cualquiera que no disfrute con la literatura de Pérez Reverte es bienvenido a mi mesa.

Resultó ser una familia muy simpática, esas dos mujeres. Ambas residentes en Ginebra, cuyas bibliotecas están preñadas de novedades en varios idiomas y el sistema de préstamo de libros funciona  a las mil maravillas. Unas señoras educadas que no me pidieron mi nombre, ni que les diera la mano, que aceptaron mi conversación con una sonrisa, que me preguntaron mi opinión de manera activa y que me hicieron sentir bienvenida.

Así que sí, creo en el cielo, que es ese lugar donde nos habremos desecho del miedo y podremos hablar con cualquiera aunque no le conozcamos. Y no creo en una única manera de ser buena, porque las niñas buenas no se meten en conversaciones ajenas. Y los ipods tiene sus ventajas, pero a veces merece la pena asomarse al mundo.

Galletas de la suerteWhere stories live. Discover now