Me cae fatal

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Es lo que hay. Me cae muy mal. Al principio no sabía por qué. Fue verle y sentir un rechazo que me dejó pasmada. No le di importancia. El concierto duró sus dos horas, durante el descanso apenas le vi y la despedida no se demoró demasiado. Fue luego, mientras me deshacía el peinado, ya en casa. No sé si porque las horquillas se me clavaban como alfileres -igual que a Vincent Price los pasos de su invitado en La Caída de la casa Usher- y necesitaba pensar en otra cosa; o porque no me gusta acostarme con la cabeza ocupada. La cuestión es que, una vez suelta la melena sobre mis hombros me acerqué a la cocina, comprobé que quedaba vino suficiente para una última copa y salí a que me diera el aire en la terraza.

Entonces me di cuenta de la primera semejanza. Aquel hombre guapo, pero no lo suficiente; rico, pero no lo suficiente, ingenioso, atractivo, inteligente y divertido, pero no lo suficiente, me recordaba a alguien. Me costó verlo, pero una vez se hubo instalado la idea en mi cerebro ya no la pude sacar de ahí. Y me costó porque la persona a la que me recordaba era una mujer y no se parecían en nada. Apenas en el tono de piel, en unas marcas como de viruela en los pómulos, el deje final de algunas palabras y una inclinación extraña de sus rostros cuando creían que habían hecho un buen chiste. Ya sabéis, esa especie de postura alerta que en realidad solo sirve para alertar al espectador cuando el comediante ha fallado la gracia.

Una vez descubierto el misterio, con la copa a medias y una pereza atroz que me impedía pensar siquiera en la cama, me tiré sobre una tumbona. Mi intención era recuperar las mejores partes del concierto. Me dan mucha pena los niños que ya son expertos en algo a los ocho años o incluso antes, por eso no suelo acudir a sus actuaciones; pero a veces sucumbo al hecho de que realmente son maestros. Supone un esfuerzo importante para mí abstraerme de sus caritas concentradas, desterrar de mi cabeza las horas que no dedican a jugar, la presión a la que se les somete. Me cuento una mentirijilla blanca y me digo que, ya que hacen todo eso, al menos alguien debe aplaudirles. No me lo creo del todo, pero es lo que me digo. 

Sin embargo, con los ojos entornados, un tirante del camisón caído y el vino a la temperatura perfecta, me di cuenta de que el hombre al que le había cogido esa manía instantánea se parecía a alguien más. Alguien mucho más cercano a mí a quien prefiero no nombrar. Por no herir susceptibilidades. Proyectaba imágenes de ambos en mi cabeza y me daba bofetones virtuales por no haberlo visto antes. Ambos eran exactamente iguales: estructuraban las frases igual, sonreían con el mismo aire indiferente, el pantalón se movía encima de sus zapatos de manera idéntica. Tanta era la semejanza que me tapé la boca con una mano para ocultar un gesto de sorpresa que, de todos modos, nadie habría visto.

Me quedé allí un rato más. Contenta de haber descubierto los dos patrones de mi odio. A ver, contenta... satisfecha, más bien. Más que nada por lo que implicaba el conocimiento: la tirria que le había cogido yo al buen hombre sin que él lo comiera ni lo bebiera. Que a lo mejor resulta que era un tío genial, con una personalidad encantadora, un corazón de elefante y una cartera de abrigo. Y yo lo había colocado en el estante de tontos de baba, desagradables, fatuos, estúpidos, serviles, mascachapas porque me recordaba vagamente a dos personas de las que, con toda probabilidad, ni siquiera había oído hablar.

Una vez en ese estado mental de calma chicha me decidí a acostarme. Con la conciencia tranquila, sintiéndome una semidiosa porque mi dosis de autoanálisis fortuito había dado sus frutos y además me había hecho el propósito de llamar al novio de mi nuevo mejor amigo to be, para pedirle su teléfono e iniciar una maniobra de acercamiento que limpiara mi karma.

Con una sonrisa en los labios pasé al baño. Me gusta lavarme los dientes para terminar el día, así que ni me lo pensé: me puse frente al espejo, alcancé cepillo y dentífrico, me examiné las marcas de expresión y fue en ese mismo momento que la realidad aprovechó para darme un bofetón nada virtual. Allí estaba, justo delante de mí. La gota que había colmado el vaso y me había decantado hacia el lado del asco reflejo cuando me habían presentado al hombre que no me estaba dejando dormir: mi modo de entornar los ojos cuando me concentro.

Me pone de los nervios desde que tengo uso de razón. Quizá desde antes. Me da la sensación de que se me achinan y que en lugar de un aspecto deliciosamente oriental ponen de manifiesto mis mejillas regordetas. Cosas de la infancia. Se me resbaló una baba de pasta de dientes hasta el lavabo mientras me examinaba en busca de más coincidencias con el extraño personaje al que ya no podría odiar sin saber que me estaba odiando a mí misma.

No encontré ninguna, pero llevo desde aquella noche preguntándome por qué me caen mal algunas personas y bien otras. Sería la música, que eleva el espíritu, porque no lo he vuelto a ver tan claro; pero aún así, cuando alguien me provoca unas ganas inmediatas de echar a correr en la dirección contraria me pregunto qué hay de mí en ella o él que me gusta tan poco como para que la vida me lo muestre reflejado en otra persona.

¿A quién odiáis vosotros?

Galletas de la suerteWhere stories live. Discover now