EL RUIDO

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Maria:

Llevaba horas tratando de dormir contando ovejitas, acomodándome en la cama... Pero nada. No lo conseguía. Tal vez la culpa fuese de Leo, que me había dejado alterada.

Encima, tenía mucho sueño y no paraba de dar grandes bostezos que me llenaban de lágrimas los ojos. Entonces, ¿por qué no lograba quedarme dormida?

Me estaba empezando a dar por vencida, solo que en aquel lugar no tenía nada mejor que hacer que enredarme entre las sábanas.

Lo peor era que ya había entrado en la fase ruteo. Así era como llamaba yo al momento de la noche en el que me daba por deambular por los infinitos caminos de mis pensamientos, tratando de salir de un laberinto mental en el que tan solo encontraba preocupaciones. Era el momento en el que cualquier tontería podía hacer que me pasase horas comiéndome la cabeza.

Llegué incluso a pensar que tal vez no pudiese dormir porque me sentía mal después de lo ocurrido con Susana. Pero acabé descartándolo en cuanto recordé sus actos: «¿Sacarnos fotos y colgarlas para entretener a frikis al otro lado de la pantalla? Se lo merecía.»

Continué navegando en mis rayadas otro buen rato, hasta que un extraño ruido me sacó de mi ensimismamiento.

Había oído algo, pero no sabía el qué.

Y ya había desaparecido.

—Sin más.

Supuse que solo había sido fruto de mi imaginación y decidí ignorarlo. Sin embargo, cuando adormilada volví a sumergirme en mis quebraderos de cabeza...

—¡Otra vez! —Salté de la cama y lo localicé—: ¡Viene de la planta baja!

Salí del cuarto y bajé poco a poco las escaleras que conducían hasta la cocina, donde se encontraba el origen de aquel peculiar sonido. No sabía con qué o quién me encontraría. No era capaz de relacionarlo con nada ni nadie. Era una especie de zumbido que se interrumpía. Resultaba muy siniestro.

Tras bajar el último escalón, avancé lentamente, con la mirada fija en la puerta de la cocina. Ya no escuchaba nada, pero debía de seguir ahí.

Decidida, continué y cuando me encontraba a menos de medio metro de la puerta y me disponía a abrirla, alguien me agarró del hombro.

Grité, me volví rápidamente y lo vi.

Detrás de mí, se encontraba Vintage: sin la dentadura postiza, con los ojos hinchados por el cansancio, totalmente despeinado y vestido con un albornoz roído.

—Pero ¿tú no estabas en el pajar?

—Tenemos una cierta edad. Ya hemos vuelto. —Se llevó el dedo índice a los labios—. Y no grites, Susana está en la cama.

—Menudo susto me has dado. Creía que había alguien...

Vintage abrió de manera exagerada los ojos y la boca.

—¡Oh! ¿Tú también?

Me cagué. Que los dos hubiésemos salido de la cama siguiendo el ruido, significaba que era real. No estábamos solos.

—Sí. Y como a mí aún me queda mucha vida por delante... ¡Ánimo, valiente! —Lo empujé.

—¡Espera! Necesito un arma.

Se metió en su habitación —que también estaba en la planta baja—, y salió con una enorme enciclopedia.

—¿Pretendes defenderte con eso?

—Perdona, mendruga, pero este libro lleva aquí desde antes de que tú vinieses al mundo y no sabes para todo lo que ha servido.

—Para leer y buscar información seguro que no.

Lo ofendí:

—Aunque no lo parezca, yo soy muy culto.

—Lo siento, jefe. No quería...

—Pero te meto con esta enciclopedia y te mando fuera de Europa. A los Países Bajos o por ahí.

—Paco, Países Bajos está en Europa.

—¿Todos ellos? Alguno habrá tan abajo que se salga.

—¿Qué dices?

—¿Qué dices tú, repelente? —Me dio la espalda—. Calla y vamos a defender nuestra propiedad.

—Dale. Tú primero.

—No seas miedica. ¡A la carga!

Echó a correr como un auténtico poseso, hasta que chocó contra la puerta de la cocina y la abrió de golpe.

—Despejado —examinó el interior.

Estaba desierta.

—¿Entonces?

—Nada. A dormir. —Se dirigió al cuarto.

—¿A dormir? —No me lo podía creer—. ¿Con estos nervios? ¿Con tanta adrenalina? ¿Tú cómo piensas dormir?

—Con los ojos cerrados.

Ataqué:

—Eres imbécil.

—Por eso tengo una buena enciclopedia.

Regresó a la habitación y antes de encerrarse, me llamó:

—Ah, Maria.

—¿Qué?

—Espero que no sea cierto eso de que Leo y tú estáis tonteando. No me gustaría tener que serviros como comida a los cerdos.

La temperatura de mi cuerpo se disparó y opté por ocultar mi intranquilidad con una broma:

—¡Para nada! Y no lo digo porque vayas armado con ese pedazo libro, je, je.

No le hizo gracia.

—Vale, muchacha. Buenas noches.

—Sí, sí. Buenísimas.



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