Haciéndome la sueca

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Hice lo imposible por disimular mi falta de confianza, cuando atravesé la entrada del enorme despacho lleno de luz. Allá que se me fueron los ojos directos a las cortinas, que por cierto eran de terciopelo verde, anticuadas sí, pero al menos no dañaban la vista.

El tan traído y llevado jefe del servicio, causo en mí una impresión parecida a la de su asistente: inmejorable. Me pregunté qué comían esos vikingos, que estaban tan lozanos, tan altos, esbeltos y apetecibles, pese a su gusto decorativo imperdonable. El hombre tendría unos veinte años más que el chico del café, pero me lo hubiese llevado a la cama de todas formas. Su mandíbula viril y cuadrada y su pelo brillante y cano, auguraban dotes de buen amante, masculino y protector, como a mí me gustan. Vaya, lo que nunca hubiese conocido en el pueblo... ¡Qué bien hice viniéndome a vivir a Madrid! ¡Pobres mi madre y mis cuatro hermanas catetas! Ignorantes e infelices, resignadas a una existencia mediocre... ¿Qué digo mediocre? Vegetar era lo que se hacía en aquel culo del mundo del que yo me había escapado de puro milagro.

―La señora Cayetana García ―supuso el escandinavo alargándome una mano sin callos, suave y sedosa como recién manicurada.

Sentí una bofetada en pleno rostro al oír aquello. El más vulgar de los apellidos era el que había tenido que tocarme a mí en suerte y ni siquiera el exotismo del acento sueco, lo hacía sonar menos ordinario. Ya desde antes de cazar marido, tenía planeado renunciar a mi verdadero yo, con tal de no recordar los orígenes. Después del divorcio, me quedé por el morro, con el apellido del gilipuertas de mi esposo.

―Cayetana de Ojeda ―le corregí secamente. Él sin embargo, me sonrió al recuperar la mano extendida que yo había rechazado. Diría que con sorna.

–Disculpe, en el expediente consta García como apellido de soltera. ―Regresó a su escritorio y se dispuso a sentarse, señalándome un confidente de brocado, con elegante cortesía. Me mantuve de pie todavía.

―Es mi nombre real ―repetí obstinada.

–Tengo entendido que está usted divorciada. ―Consultó un papel–, desde el año dos mil, si no me equivoco.

Aquella removida de recuerdos, acrecentó mi mala leche. A ver si después de tantos años, el imbécil de Jacobo de Ojeda iba a venir reclamando las cuberterías de plata que me llevé escondidas en las alfombras. Pero claro, los suecos eran en todo caso, los que no encajaban. Que yo recordase, los cubiertos los compramos en Roma.

―¿Sería tan amable de explicarme de qué va esto? ―espeté pensando seriamente en largarme y dejarlo con dos palmos de narices.

―Por supuesto que sí, para eso la hemos hecho venir. ―Volvió a sonreír y levantó una mano―. ¡Ah, veo que llega su café! Haga el favor de tomar asiento, señora.

Claudiqué a sus deseos, cuando el olorcillo del expreso recién hecho me alcanzó la nariz. Estaba desfallecida y el asistente seguía tan guapo como un rato antes. Dejó conciliador la taza sobre la mesita y aunque me molestó sobremanera que se ausentase, no me pasó desapercibida la miradita con la que se despidió de mí.

―Hemos recibido un requerimiento notarial desde Estocolmo ―comenzó a informar mientras yo sorbía el café hirviente tratando de no hacer ruido. Vaya roñas, ni una galletita―, a su nombre. Es decir, a nombre de Cayetana García si esa persona es usted. ―Me miró malicioso. Yo me puse tensa. Vaya si era retorcido el sueco de los cojones.

―Sí, era yo ―recalqué el pasado aunque me temo que se lo pasó por el forro de la americana―. De soltera.

―Bien, me alegro ―sonrió cínico―, continuemos. El notario nos comunica el fallecimiento de Gunnar Lundberg. ¿Lo conoce?

Negué con la cabeza. De nuevo la teoría del error empezaba a cobrar forma. Al fin y al cabo García era por desgracia tan común… que bien podía ser otra Cayetana la que ellos buscaban. Y yo allí, perdiendo miserablemente el tiempo, soportando que aquel engreído estirado me llamase señora.

―Espero que lo que tengo que comunicarle no la altere. ―Me envaré en la silla muerta de curiosidad―. Es algo delicado. ―Escogió la palabra con cautela

―Suéltelo ya ―martilleé.

El sueco se aclaró la garganta y prosiguió.

―Bien, según nos indican, el señor Lundberg era… su padre, señora García.

―De Ojeda ―corregí sin reacción visible.

―¿Ha entendido lo que le he dicho? ―se asombró el funcionario. Dejó los papeles sobre la mesa y me clavó los ojos.

―Le ruego que respete mis deseos personales en cuanto al apellido. Para mí es importante ―lo instruí con la serenidad de una reina.

―No se preocupe, no lo olvidaré. Pero este ciudadano sueco, dice ser su padre. ―Tenía la perplejidad pintada en la cara. No cedí a sus chantajes emocionales.

―Sí, eso parece que dice ―acepté inexpresiva. Por dentro, la cabeza empezó a darme vueltas. La noticia, de ser cierta, era una bomba de hidrógeno: siempre sería más glamuroso ser hija de un sueco, que de un agricultor de Benamocarra, dónde iba a parar. Aunque mis embustes hubiesen corrido la voz por Madrid de que era hija única de un ricachón de Bilbao… No me importaba empezar de nuevo.

―¿Y tenía alguna sospecha de que esto pudiera ser así? Disculpe, no tiene por qué darme explicaciones, pero….

―Continúe ―lo apremié.

―La incluye en su testamento, desde luego ―puntualizó.

¿Testamento? ¿Testamento? ¿He oído bien? Eso suele significar dinerillo en el noventa por ciento de los casos. El estómago me dio un vuelco de alegría. No podía ser más afortunada. Es cierto eso de que el dinero llama al dinero. Toda mi juventud, canina y ahora que a la madurez me sobraba la pasta, me llegaba más. Y del brazo, un apellido mucho más fardón que el de Ojeda. Sí, sí, sí.

―¿Es mucho? Lo que me deja… ese señor ―susurré queriendo sonar desinteresada.

―Su padre. No me consta. Esto es un simple llamamiento para que se persone en el despacho del notario, en la dirección que le facilitaré, en Estocolmo. Allí la informarán a placer.

Meneé la cabeza aún confusa. Jodida pero contenta. Yo no sé qué clase de reacción esperaba el funcionario de la embajada de mí, porque no me quitaba el ojo de encima. Ellos tienen fama de fríos y una no disfruta del derecho a quedarse helada.

Me alargó un sobre timbrado que parecía recién llegado del siglo pasado. Me apresuré a tomarlo.

―Nos quedaremos con una copia para el expediente, si no le molesta. Es la rutina ―le resté importancia con la mano, mirando el sobre sin aliento.

―¿Cómo dice que se llamaba? ―balbuceé.

―Gunnar Lundberg.

―Bonito apellido ―sonreí tontamente―. Me marcho ya.

Cuando me puse en pie dispuesta a abandonar las oficinas, no me retuvieron con ninguna otra excusa. Me estrechó la mano, esta vez sí se la acepté y me acompañó a la puerta. El macizo había desaparecido y en su lugar una señorita sosa y rubia de unos treinta, me hizo los honores hasta el ascensor interior. Lástima, porque pensaba haberle dado mi tarjeta con el teléfono y proponerle una cita. Yo soy así de directa. No pasé de pobre a rica por casualidad.

DEL SUELO AL CIELOWhere stories live. Discover now