La casa de la plaza

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2. La casa de la plaza

La vida siempre es más coloreada cuando atraviesas las terminales de los aeropuertos con un pedazo de bolso de marca de esos que cuestan el sueldo de un mes de un humano, colgado del brazo. Y cuanto más lejos ande ese aeropuerto, más chula eres. Es otra de las reglas “made in Cayetana”.

No obstante en esta ocasión, el confort no fue mi compañero de viaje, simple y llanamente porque estaba preocupada. Requetepreocupada. Con un nubarrón negro oscuro justo encima de mi testa, vaya. Decir que se me revolvía la sangre al divisar aquellos montes pelados, era quedarse corta. Nos adentramos en Benamocarra y se encogió mi corazón.

La amortiguación del confortable taxi no pudo con los adoquines de las putas callejuelas y bailoteé en el asiento trasero, como un garbanzo en la boca de un viejo. Siguiendo las instrucciones del GPS, el conductor detuvo la marcha en una plazoleta amplia con una fuente de piedra y cuatro caños de agua en el centro. Ponía una nota de frescor en aquella mañana de templados comienzos de otoño.

Eché un vistazo aprensivo a la gran puerta de madera de la casa justo enfrente. Entreabierta, para variar, mascullé por lo bajo.

―No sé la manía que tienen los catetos de dejar las casas de par en par. Algún día les van a robar hasta las bombonas de butano.

―¿Decía, señorita? ―me interrumpió el taxista.

―No hablaba con usted. ¿Cuánto le debo?

―Son cincuenta.

Saqué un billete de cien y se lo pasé por la nariz. Diría que hasta lo olfateó.

―No hace falta que me dé el cambio. Sólo quiero que me recoja aquí mismo, dentro de exactamente una hora.

―¿Aquí mismo?

―Sí señor. En este mismo metro cuadrado. Y no se le ocurra olvidarse y dejarme tirada que le he cogido el numero de licencia y le monto un puro que se va a acordar. Los únicos coches que va a conducir son los choca-choca de la feria ―amenacé abriendo la portezuela.

―Uno es un profesional, señorita. En una hora, aquí como un clavo ―prometió sin ofenderse lo más mínimo.

Tomé aire y me bajé del taxi. Llevaba un abrigo Chanel ligero y un Birkin colgado del brazo. En los pies, unos vertiginosos  tacones que metí entre adoquín y adoquín, nada más apoyarlos. Estuve en un tris de caerme de boca.

―Me cago en el pueblo… ―jadeé recuperando el equilibrio y asegurándome de que nadie me había visto. Para mi tranquilidad, la plaza estaba más desierta que las tiendas cutres a principio de temporada.

No es que no me esforzase, pero no lograba cuajar ni un solo sentimiento entrañable respecto de aquel lugar, aquellas piedras. No me imaginaba rubia y con coletas saltando a la comba con mis amiguitas a la sombra de una higuera, con los abueletes con boina contemplándonos desde sus portales.

Me paré frente a la puerta entornada y volví a suspirar con fuerza antes de apoyar la mano y hacerla girar. El interior estaba en penumbras y olía intensamente a café recién hecho, lo que contribuyó a mitigar mi berrinche. A la derecha, una anciana de espaldas, removía con un hierro alargado las brasas de una chimenea, y no se volvió, aunque percibió el ruido de mi entrada.

―¿Quién va?

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