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Narradora (1321 años antes)

En aquel momento recordó que estaba buscando a Lucy, y también lo mucho que se había burlado de su «mundo imaginario», que ahora resultaba ser todo menos imaginario.

Se dijo que la niña debía de estar en alguna parte, no muy lejos y, por lo tanto, la llamó a gritos:

— ¡Lucy! ¡Lucy! También estoy aquí… soy Edmund.

No obtuvo respuesta.

«Está enojada por todas las cosas que le he dicho»

Pensó, no le gustaba admitir que se había equivocado, pero tampoco le gustaba mucho estar solo en aquel lugar extraño y frío; de modo que volvió a gritar:

— ¡Eh, Lucy! Siento no haberte creído, ahora me doy cuenta de que tenías razón desde el principio, ¡anda, sal! Vamos a hacer las paces.

Siguió sin recibir respuesta.

«Una chica tenía que ser, estará enfurruñada en alguna parte, y no querrá aceptar una disculpa»

Se dijo a si mismo volviendo a mirar a su alrededor y decidió que no le gustaba mucho aquel lugar, y casi había decidido volver a casa cuando oyó, muy lejos en el
bosque, un sonido de cascabeles, agudizó el oído y el sonido se acercó más y más, hasta que al final apareció veloz ante su vista un trineo tirado por dos renos.

Los renos eran del tamaño de ponies y su pelaje era tan blanco que incluso la nieve perdía blancura comparada con ellos; las ramificadas cornamentas tenían un baño dorado y brillaban como si llamearan cuando las alcanzaban los rayos del sol, los arneses eran de cuero escarlata y estaban cubiertos de cascabeles.

En el trineo, conduciendo los renos, estaba sentado un enano rechoncho que, de pie, no mediría más de un metro de altura. Iba vestido con pieles de oso polar y en la cabeza llevaba un gorro puntiagudo de color rojo; una enorme barba le cubría las rodillas y le servía de manta. Pero detrás de él, en un asiento mucho más elevado en el centro del trineo estaba sentada una persona muy distinta: una gran dama, más alta que cualquier mujer que Edmund hubiera visto jamás. También iba cubierta de pieles blancas hasta la garganta, sostenía un larga y recta varita dorada en la mano derecha y lucía una corona de oro en la cabeza. Tenía el rostro blanco; no simplemente pálido, sino blanco como la nieve, el papel o el azúcar en polvo, a excepción de la boca, que era de un rojo intenso. El suyo era un rostro hermoso en otros aspectos, aunque también orgulloso, frío y severo.

El trineo era algo digno de contemplarse mientras se acercaba veloz hacia Edmund con los cascabeles tintineando y el enano haciendo chasquear el látigo mientras la nieve volaba por los aires a ambos lados
del vehículo.

— Detente.

Ordenó la dama, y el enano detuvo a los renos con tanta violencia que estuvieron a punto de caer sentados.

No obstante, los animales se recuperaron en seguida, y permanecieron inmóviles mordisqueando y resoplando. En el aire helado, el aliento que surgía de sus ollares parecía humo.

— Perdona, y ¿tú qué eres?

Inquirió la dama, mirando con severidad
a Edmund.

— Me… me… me llamo Edmund.

Respondió éste con cierta vergüenza, pues no le gustaba nada el modo en que ella lo miraba.

La mujer frunció el entrecejo.

— ¿Es así como te diriges a una reina?

Preguntó, con expresión más severa aún.

— Le pido perdón, majestad, no lo sabía.

Respondió él.

— ¿No conocías a la reina de Narnia?, ¡Ja! Ya nos conocerás mejor de ahora en adelante, pero repito: ¿qué eres?

Exclamó ella.

— Por favor, majestad.

Dijo Edmund.

— No sé a qué se refiere, voy a la escuela, bueno, durante el período escolar, ahora estoy de vacaciones.

Ni siquiera el menor tenía idea de que decir, ¿A qué se refería aquella dama?

— Pero ¿qué «eres»?

Repitió la reina.

— ¿Eres un enano demasiado crecido que se ha cortado la barba?

Edmund no sabía si reír o incluso estar más desconcertado.

— No, majestad, jamás he tenido barba... Soy un niño.

Dijo aún más desconcertado, ¿Cómo era posible que esa mujer no supiera que él era un niño?

— ¡Un niño!, ¿Me estás diciendo que eres un Hijo de Adán?

Exclamó ella entre sorprendida y molesta.

Edmund permaneció muy quieto, sin decir nada. Se sentía demasiado desconcertado en aquellos momentos para comprender lo que significaba la pregunta.

— Ya veo que eres un imbécil, de eso no cabe duda.

Dijo la reina examinandolo.

— Respóndeme, de una vez por todas, o perderé la paciencia... ¿Eres humano?

Esto en definitiva no podía ser más raro, incluso para Edmund.

— Sí, majestad.

Contestó Edmund.

— Y ¿cómo, si puedo saberlo, penetraste en mis dominios?

Cuestionó recelosa.

— Por favor, majestad, entré a través de un armario.

Dijo rápido el menor, después de todo no era mentira.

— ¿Un armario? ¿A qué te refieres?

Edmund frunció el entrecejo.

— A… abrí una puerta y me encontré aquí, majestad.

Replicó Edmund después de unos segundos.

— ¡Ja!

Dijo la reina, hablando más para sí que para él.

— Una puerta, ¡Una puerta desde el mundo de los humanos! He oído hablar de tales cosas, esto puede estropearlo todo. Pero es sólo uno, y puedo ocuparme fácilmente de él.

Mientras decía aquello se levantó de su asiento y miró a Edmund directamente a la cara, con ojos llameantes; en ese mismo instante alzó su varita.

Edmund estaba convencido de que la desconocida iba a hacer algo horrible pero se sentía incapaz de moverse. Entonces, justo cuando ya se daba por perdido, ella pareció cambiar de idea.

— Mi pobre criatura.

Dijo en un tono de voz bastante distinto.

— ¡Pareces congelado! Ven y siéntate conmigo aquí en el trineo; colocaré mi
manto a tu alrededor y conversaremos.

A Edmund no le gustó nada aquel plan pero no se atrevió a desobedecer; montó en el trineo y se sentó a sus pies, y ella colocó un pliegue del manto a su alrededor y lo arropó bien con él.

— ¿Tal vez algo caliente para beber?

Sugirió la reina.

— ¿Te gustaría?

El mal presentimiento prevalecerá pero al menos en ese momento debía ser educado.

— Sí, por favor, majestad.

Respondió Edmund, a quien le castañeteaban ya los dientes.

Espero les guste...

Continuará...

Este capítulo está basada en el libro...

(05-03-22)/21-05-22

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