4.

2K 172 9
                                    

¡Mírame de frente!

Son segundos eternos pero necesarios para descansar un poco mi alma, ya que mi cuerpo sigue inmerso en una constante tortura. Al cabo de esos segundos el asesino parece agotarse y deja de forcejear con quienes entraron a poner un bozal en su boca; sus murmullos se acallan de forma repentina. El hombre sabe muy bien que está a pocos minutos de ser ejecutado y tal vez necesita este momento para pelear contra sus horripilantes espectros.

     Un chocante silencio le prosigue. Mi mente se convierte en una amalgama de recuerdos e ideas que quizá serían imposibles de concebir en una situación normal. Pienso en la muerte, en la vida, y en lo que hay más allá de ambas. ¿De verdad hay un cielo y un infierno? ¿Hay un Dios? ¿Existe la reencarnación? O... ¿solo pasaremos a ser lo que éramos antes de nacer?: absolutamente nada.

     Ver todo aquello que concierne a la muerte se convirtió en algo normal para mí, algo que forma parte de una rutina y vivencia diaria; como levantarme cada mañana, ir al baño y cepillarme los dientes. Esa cercanía, por demás inusual, te va convirtiendo poco a poco en una persona fría, helada y aparentemente sin sentimientos. Muchos de los pacientes y familiares que pasan de forma recurrente por el hospital piensan que nosotros no nos preocupamos por lo que ellos sienten, que somos un témpano de hielo que mira desde su posición cómo los barcos navegan por nuestro mar de indiferencia y puedo decir que, en parte, eso es una triste verdad, o una verdad a medias por así decirlo. Ver la muerte, o quizá, presenciar ese pequeño instante de comunión entre ambas hermanas, la vida y la muerte, va generando en nosotros cierto grado de indiferencia que por momentos puede parecer cruel y aterradora; aunque en mi caso, esa indiferencia suele salirse de los límites. Yo nunca he considerado que esto sea culpa de mis años en el hospital, ya que son muy escasos, ni mucho menos de esa amarga experiencia con el padre de mi hija, aunque reconozco que mi vida se partió después de eso. Yo responsabilizo de mi frialdad a ese pequeño pero fatídico episodio del que fui protagonista cuando era una niña. Ya que fue allí, en aquel metro de Londres, donde aprendí a convivir con la muerte y a aceptarla como parte de nosotros. Culpo de mi frialdad e indiferencia a esa mañana en la que perdí, de una forma inesperada y trágica, a lo único que me protegía y conocía en mi vida: a mis amados padres.

     ¡He estado cerca de la muerte tantas veces! La he visto llevarse a tantas personas cercanas que estoy casi segura de poder saludarla sin problema el día que se presente ante mí.

     —¿Está preparada, señorita Walsh? —me pregunta Hewis. Sus palabras esta vez, son como un faro de luz que me guía hacia la orilla—. ¿Está lista para lo que sigue?

     —¿Lista para qué?

     —Antes de continuar quiero que me responda algo con la mayor sinceridad posible.

     —Claro, Hewis, no se reprima. Yo soy una mujer muy sincera.

     —Dígame algo, ¿a usted le gustaría que el hombre que tiene en frente siga con vida?

     —¿A qué viene su pregunta?

     —Le agradecería que me respondiera, si no es mucha molestia.

     —Pues, aunque no lo crea, yo soy de las que piensa que todos merecemos una oportunidad de redimirnos y empezar de nuevo. Todos cometemos errores, ¿y quiénes somos nosotros para juzgar a una persona? Eso solo le corresponde a Dios —mi discurso en un principio estaba vacío de recuerdos, de rencor, pero tan pronto como estos comienzan a llegar, el tono pastoral con el que di inicio a mis palabras se esfumó por completo—. ¿Pero cómo cree que no voy a desear que este gusano se muera? Este tipo no es como Lisa Crason, éste es un asesino declarado y no merece nada definitivamente. Ni siquiera creo que Dios lo perdone. Solo merece morir de la forma más cruel y despiadada, y ojalá que sea pronto.

LA MUERTE TIENE OJOS AZULES (Disponible en Librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora