No me llenes la casa de olor

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¿Qué era ese olor?

Salí al pasillo y fui siguiendo el rastro del hedor ese hasta llegar a la puerta del cuarto del fondo. Acerqué la oreja y oí un entrechocar de cosas de vidrio y un murmullo de voces de las cuales reconocí una como la de Gonzalito; la otra tenía una cualidad cavernosa que no me dejaba entender lo que decía, pero era espeluznante.

Con un movimiento indeciso tomé la perilla y entré sin hacer ruido. El vaho asqueroso que apenas había sentido desde mi cuarto me golpeó de lleno en el rostro. Cuando pude controlar las náuseas, abrí los ojos. Nada la había preparado para la escena que encontró.

Gonzalito estaba sentado en el piso, rodeado de velas, con un montón de recipientes de vidrio de todos colores y formas. A un lado, un mechero Bunsen con aspecto de haber sido robado de un museo de historia antigua, dos o tres frascos rotulados con símbolos que no pude reconocer y un libro enorme escrito en algo que parecía latín.

—¿Me querés explicar qué estás haciendo?

Se sobresaltaron los dos. Gonza mucho más que el otro, por supuesto, que se limitó a levantar la cabeza hacia mí, azorado, aunque sin levantarse de la cama. En seguida, después de mirarme de arriba abajo, relajó la expresión y siguió sentado, anotando cosas en rollo de papiro con una pluma.

Por las dudas, lo ignoré.

—¿Qué estás haciendo? —repetí dirigiéndome a Gonzalito.

Pestañeó varias veces mientras intentaba decir algo coherente, como cuando buscaba la manera de edulcorar la realidad sin mentir.

—Eh... Eh... Estoy, estoy... Estoy estudiando.

Pensé que había escuchado mal.

—¿Qué?

Mi pregunta le dio tiempo para reponerse y recuperar un poco la seguridad.

—Estoy estudiando —volvió a decir, mostrándome el desorden con un movimiento amplio de los brazos—. Tengo parcial de Química mañana.

Puse los brazos en jarra.

—Estás estudiando Química —repetí—. Invocaste a un demonio para que te ayude a estudiar Química.

Bajó la cabeza avergonzado, miró al otro, que se hizo el que no lo veía, y se volvió a mí.

—Sí —fue todo lo que dijo.

Junté aire.

—Vamos a ignorar por un minuto que te dejaste estar hasta ahora —empecé—. ¿En qué estabas pensando cuando se te ocurrió que invocar un demonio era mejor que llamar a un profesor particular?

Los dos permanecieron en silencio.

—Aparte —continué—, no te está enseñando Química.

El rostro se le demudó más que cuando me vio entrar. Me dieron ganas de reírme, pero me controlé. Si perdía la severidad, estaba perdida.

—¿Qué?

—Es alquimia eso.

Gonzalito se volvió hacia el demonio.

—¿¡Pero qué carajo...!?

El otro lo miró con expresión de que había entendido perfectamente. Empezó a despotricar en una mezcla de idiomas en la que predominaba el latín —no entiendo esa manía que tienen de hablarlo—, y de la que pude entender algunas cosas a pesar de la pronunciación extrañísima que tenía: que no era docente, que nadie lo invocaba desde el Renacimiento, que estaba haciendo lo mejor que podía para cumplir con su parte del convenio.

—No, no —interrumpió Gonzalito—. El trato era que me ayudaras a aprobar el parcial. No me estás ayudando. Cancelo el trato.

El demonio se enfureció. Lanzó un rugido en el que pude distinguir algunas sílabas, cuyo sentido, sin embargo, no pude descifrar, y desapareció en una nube de humo fétido. Todos los objetos que habían estado usando se esfumaron con él.

—Voy a buscarte la botella de vinagre y un trapo para que limpies el cuarto.

—Pero, mamá...

—Mamá, nada. Te jodiste. No vamos a arriesgarnos a que nos caiga una maldición en la cabeza. Vas a limpiar todo el cuarto, voy a llamar al tío Damián para que nos ayude con la limpieza a fondo y vas a empezar a preparar el final.

Me miró derrotado. Me dio lástima, pero, de alguna manera, tenía que hacerle entender que invocar demonios no era la solución para todo.

—Y abrí la ventana —agregué antes de salir—. No quiero que se me llene la casa de olor.

Ciudad mágicaWhere stories live. Discover now