El perreque - adaptación de "El corazón delator"

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¡Ja! ¿Listos? ¿Los que salen en la tele? Y una mierda: listo, yo. No acabé la escuela, es lo que hay. Y no trabajo con traje, ni tengo un pedazo de coche, ni una casa que te cagas, ahí, de dos plantas y jardín, con lo que le habría gustado a mi madre. Está lo de los perreques, vale: se me cruzan los cables y me pongo nervioso de la ostia. Eso sí. Y lo de los terrores nocturnos, que dice el médico que lo tengo que mirar. Pero ¿loco? Lo de loco es pasarse, colegas. Eso sí,  listo soy un rato. Y si no, que se lo pregunten al viejo.

A ver, que era un buen tío… para ser viejo. A mí me caía bien, le quería ¡Qué coño! No me hizo nunca nada malo, que ya es decir. Y a mí su dinero no me importaba. Ni idea de por qué me dio por ahí, en serio. No me hagáis mucho caso, pero igual fue por el ojo. Tenía un ojo chungo… Pero muy chungo; así, azul clarito, recubierto con una telilla blanca. Un asco de ojo. Era mirarme con el ojo ese y, os lo juro, se me helaba la sangre, me quedaba en el sitio. Hasta que se me ocurrió: si me libro del viejo, me libro del ojo ¿Soy listo o no soy listo?

Pues la cosa no acaba aquí. Yo os lo cuento y ahora me decís si estoy loco. Lo vais a flipar, pero mucho. A ver si los locos se montan planes así: para empezar, fui súper previsor y me porté con el viejo mejor que si fuera mi abuelo. Le hice la pelota, pero bien. Luego, todas las noches, a las doce en punto, abría la puerta de su habitación. Giraba la manilla con mucho cuidado, para que no hiciera ruido y, cuando la apertura era lo bastante grande, metía uno farol de esos del Ikea, de los que son bien grandes, pero tapado con un paño negro, para que no pasara la luz. ¿Qué por qué? Porque el botón de las linternas hace click, listos, que sois unos listos. Bueno, da igual. La cosa es que detrás del farol metía la cabeza. Pero no así, de repente, a lo bestia. Me movía tan despacio que me llevaba una hora entera meterla ¡Una hora, colegas! A ver ¿Qué loco se habría tomado tantas molestias? ¿Eh? ¿Qué loco habría tenido tanto tiento? ¡Ninguno!

Pues con la cabeza y el farol dentro, levantaba el paño negro y echaba un vistazo. Los primeros días el ojo estaba cerrado y yo con el ojo cerrado no quería matar al viejo. El mal rollo era con el ojo de los huevos. Así que me tomaba otra hora para salir de la habitación y, ya por la mañana, volvía y le despertaba. Como siempre. Como si nada. Así que el hombre no se coscó de nada.

La octava noche empezó como todas. Ni os imagináis lo que se siente con todo ese poder. Una auténtica pasada, saber que tienes los sentidos súper agudizados, en plan Lobezno, y que te mueves como Batma. No tiene precio. Lo que no sé es lo que pasó después. O sí: que soy un tío. Que soy humano, vaya; de carne y hueso. Y me vino una tos de mierda. La retuve, ahí, como pude, pero el viejo la oyó. Normal.

— ¿Quién anda ahí? —preguntó. Que yo me quedé pensando que sí, claro, que enseguida se lo decía. Con lo que me había costado llegar hasta ahí. Menos mal que el tío tenía tanto miedo de los ladrones que bajaba las persianas a saco y la casa estaba más oscura que el infierno. No me vio. Contuve la respiración y no moví ni un músculo, lo juro. Nada. En más de una hora.

Ya creí que el viejo se había dormido cuando oí una especie de quejido que venía de la cama. Tenía miedo, el carcamal. Me dio un poco de pena, porque yo sé lo que se siente. Por lo de los terrores: estás ahí tumbado, en medio de la oscuridad y te crees que alrededor hay cosas raras, pero raras como las de las pelis o peor. Intentas convencerte de que es el ruido de la calefacción o la casa que cruje, pero ni de coña te lo crees. Se pasa mal, colegas. Se pasa muy mal. Pero se pasa, así que me esperé todo lo que pude. Hasta que ya me dolían las piernas y parecía que se me iba a caer el brazo de tanto sostener el farol, que ya los podían hacer de plástico en vez de hierro, joder con la ecología. El viejo no terminaba de dormirse y yo tengo los perreques esos que no me controlo. Así que, para que no me diera uno, de la tensión, levanté un poco la tela que tapaba el farol. No os lo vais a creer: esa noche estaba tan sobrao que justo salió un rayo de luz que le daba en el ojo. Lo único que se veía era el color ese celeste y la cosa blanca por encima ¡Qué asco!

Pues con asco y todo, en ese mismo momento oí un sonido extraño. Con la casa vacía, a oscuras y todo lo demás, no me costó identificarlo; ya os he dicho que soy un tío nervioso, no un loco: era el corazón del viejo. Latía fuerte, por el miedo. Latía la ostia de fuerte. Y cada vez más. Al principio me quedé en blanco, más tieso que una vela. Pero el corazón latía tan alto que ya no oía ni el mío. Y entonces lo pensé: Los vecinos, colega. Algún vecino podía oír el latido ese y buscarme un problema.

El viejo gimió una vez, no tuvo tiempo de más. En un plis le tiré al suelo y le eché el colchón encima. Ya sé que he dicho que me caía bien. Y me caía, pero reconozco que me gustó la experiencia. ¿A quién no le gusta comprobar que tiene razón? Ya os lo he dicho: soy listo. Tan listo como para matar a un viejo en su cama y que no sepa que le he matado yo. Lo único que me tenía un poco mosqueado era que el corazón, después de que el viejo ni respirase ni nada, aún siguió latiendo durante unos minutos. A ver, tampoco es que eso me preocupase mucho, porque era una cosa flojilla que nadie podría oír más que yo. Pero bueno, allí estaba.  De todas maneras, cuando le di la vuelta al colchón, examiné el cadáver. Lo he visto en la tele un millón de veces. Le tomé el pulso y allí no se  movía nada. Acerqué la oreja al pecho y tampoco. Un marrón menos: a tomar por culo el ojo.

Que sí, que ya sé que parece que se me va un poco la olla, pero no estoy loco. Os lo demuestro ya mismo. Los locos no se toman la molestia de ocultar el cadáver como lo hice yo: lo primero, descuartizarlo. Con mucho cuidado de no ensuciar nada. Porque sin cuerpo no hay delito ¿no? La tele enseña mucho, ya lo he dicho antes. Si hubiera tele en las escuelas lo mismo habría terminado yo la primaria.  Luego, con el cuerpo en trozos, levanté unas planchas del parqué del salón y lo metí debajo ¿Cómo se os queda el cuerpo? Claro, que como lo hice con todo el cuidado, me dieron las cuatro de la mañana.

Acababa de terminar con todo cuando sonó el timbre. Yo me fui a abrir, tan tranquilo. Allí no había nada que temer, así que recibí a la madera con mucha educación.   Vamos, hasta les dejé entrar en la casa del viejo sin orden ni nada.

— Un vecino ha alertado de un alarido en esta casa.

— Sí, he sido yo. Tengo pesadillas. Siento haber molestado ¿Quieren pasar? El señor no está, se ha ido al campo. Pero no le importará que investiguen. Pasen, por favor.

Les hice la visita completa y hasta les ofrecí un café. A esas horas, los agentes aceptaron. Un poco raro, creo, pero me vino bien. No iba yo a fardar conmigo mismo, en el espejo, a lo Robert De Niro. Vamos, que coloqué mi silla justo encima de donde había escondido el cuerpo, no os digo más.  Allí estuvimos, charlando de unas cosas y otras, que si me ve mi madre no se lo cree. Pero, de pronto, empecé a sentir una especia de zumbido en un oído. Una cosa desagradable de cagarse. Intenté hacer tapón con un dedo, pero no se iba. Entonces me di cuenta de que el sonido no venía de mis oídos. Y además, aumentaba. Sonaba como un reloj de esos viejos, de cuerda, pero como si estuviera envuelto, o algo. Me puse nervioso. Veía venir un perreque en toda regla. Por lo menos, los maderos no lo habían oído. Para que siguiera la cosa como estaba, me puse a discutirlo todo a voz en grito, me levantaba, gesticulaba… Lo que hiciera falta. Me hice el cabreado, pataleé, arrastré la silla por el suelo. Y los tres allí, plantados con el uniforme, mirándome como si estuviera loco… Entonces lo pillé ¿No os he dicho que soy muy listo? No era que no lo oyeran, no. Es que estaban disimulando los tres cabrones. ¿Cómo no lo iban a oír, si sonaba por toda la puta casa?

Me estaban tomando el pelo. Se burlaban. Y yo puedo con todo, pero que se rían de mí y en mi cara, colega, no. Hipócritas de mierda. Me miraban con un cinismo… Y el sonido, el tic – tac ese, el latido de los cojones cada vez más alto. De verdad que lo hubiera soportado. Todo, todo menos las sonrisitas burlonas de los maderos. Eso fue lo que me desató. Me terminó de dar el peor perreque de la puta historia y confesé:

- ¡Está aquí, hijos de puta! ¡Lo he matado yo! ¿Qué pasa? Aquí, debajo del parqué ¡Cabrones!

Relatos detrás del espejoWhere stories live. Discover now