7.- La fiesta del barrio

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La primera vez que subieron a Noelia en un escenario no sabían lo que se les venía encima. Su madre estaba encantada. Había revoloteado como un colibrí alrededor de maquilladoras y peluqueras; expectante como si fuesen a llegar los Reyes Magos, pero sin hacer comentarios impertinentes. Al menos Noelia podía alegrarse de eso, de que su madre no era como las otras, no pretendía saber qué maquillaje o peinado sentaría mejor a una niña a la que nunca había maquillado ni peinado más allá de una cola de caballo. Su padre, Antonio Aguilar, no había pasado con ellas. Noelia siempre pensó que estaba con los otros padres, contándoles como todo el mérito de que la niña hubiera llegado tan lejos era suyo y solo suyo. Les hablaría de los domingos sin misas en los que la había criado a golpe de anillo nibelungo.

Noelia Aguilar, que se había convertido en una gran cantante de ópera, tomó un bombón de una de las cajas que había llegado esa tarde y le quitó el envoltorio lentamente, se lo llevó a los labios y luego un poco más arriba, hasta la punta de la nariz. Después de olerlo lo tiró a la papelera. En el fondo, entre toallitas desmaquilladoras y algodones usados, ya había otros cinco.

Los nibelungos y las walkirias habían acompañado a Noelia desde su infancia. Su padre no era agnóstico, ni comunista. No tenía nada en contra de la iglesia católica, pero le gustaba destacar; y en un barrio en el que casi nadie tenía más estudios que los mínimos, la manera más fácil de hacerse un sitio en las habladurías era darle una educación a las niñas. Para asegurarse un lugar de honor, Antonio Aguilar ponía los discos de Wagner a todo volumen todos los domingos por la mañana. Noelia, a quien su padre había imaginado como profesora de música, tarareaba con buen oído y sin gallos. Así, sin querer, ganó una plaza en la escuela de canto más prestigiosa.

Desde el escenario había sentido pavor. Las miradas adustas de los jueces, sus trajes acartonados y toda aquella inmovilidad a su alrededor la habían asustado. Si las piernas no se le hubieran puesto rígidas se habría desmadejado sobre el suelo A partir de entonces la idea más ambiciosa de Noelia Aguilar, fue encontrar el coraje para decirle a su madre que no quería ser cantante de ópera y explicarle que daba lo mismo si los vecinos dejaban de tenerle envidia. Cuando comprendió que no sería capaz de abrir la boca por muy perfecto que hubiese armado el discurso era tarde: Ya recibía bombones y rosas. Lo único que quería era salir corriendo.

En el camerino, una ayudante de peluquería le arreglaba el tocado. Extendió el brazo para alcanzar otro bombón, pero la caja estaba vacía. Dio un pequeño respingo al darse cuenta, pero enseguida recuperó la calma y pidió que le abrieran otra caja. No se había convertido en una diva arrogante, sólo le gustaba que alguien la obedeciese de vez en cuando para tener una idea de lo que sería hacerlo ella misma.

Sólo había tratado de escaparse una vez. Tampoco había tenido muchas más oportunidades. Su madre la adoraba y rara vez se separaba de ella; lo mismo que su agente y un par de periodistas que le habían asignado por si cometía algún error relevante. Ellos estarían allí para hacerlo público en cuanto sucediera. Sin embargo, unos años antes, tras un concierto benéfico y nada multitudinario, su madre desapareció unos minutos, un poco tontamente, y los periodistas debían de haberse aburrido de aguardar un acontecimiento que no sucedía nunca. De repente, sin haberse atrevido a esperarlo, Noelia Aguilar estaba sola en un taxi.

-¿A lucir el palmito?

Noelia no supo que contestar, así que sonrió. El taxista vio el gesto por el retrovisor y siguió hablando.

- Lo digo por el vestido. Va usted como las modelos esas de París. O un poco más como las italianas... Es por mi hija. Deja todas esas revistas tiradas por casa y las hojeo de vez en cuando ¿A dónde vamos?

Y Noelia aprovechó la oportunidad.

- Por ahí, a donde haya gente.

El taxi la dejó en el centro. Había muchos jóvenes y algunas personas mayores. Grupos que reían o que discutían, que bebían o bailaban. Las faldas cortas y los tirantes de colores brillantes se mezclaban con pantalones deshilachados y camisetas de manga corta. Acostumbrada al negro de etiqueta Noelia se sintió mareada. Hacía calor y olía a aceite frito, a sudor, a algodón dulce y a alguna otra cosa que no había olido desde que ganó el concurso y la beca para estudiar canto. Un poco más lejos se oía un estruendo de música descompasada. De momento, Noelia no se movió. Cerró los ojos y vio un público que la acompañaba con palmadas, gritos y voces que cantaban con la suya. Le gustaba ese público irreverente que silbaba y la reclamaba con alaridos obscenos.

Volvió a abrir los ojos y descubrió que el público estaba allí, un poco más adelante, agolpado frente a un escenario pequeño y precario, atestado de instrumentos y de cables que podrían provocar un incendio a la menor oportunidad. Se dirigió hacia la tarima pero no llegó a subir. En la escalerilla de metal la detuvieron dos hombres que le pidieron sus datos.

- Soy Noelia Aguilar.

La conocían, pero no la querían allí. Uno de ellos esbozó una disculpa. El otro había perdido la mirada entre la multitud en cuanto la había visto llegar. Ya había un grupo tocando, le dijeron; el programa estaba cerrado desde hacía meses y además el ayuntamiento no podía permitirse su caché. No sirvió de nada que se lo pidiese como favor; no le permitieron explicarse. Arriba, la solista anónima del grupo desconocido al que todos aplaudían, a cuyo ritmo saltaban, cantaba un estribillo que a Noelia le resultaba vagamente familiar:

“Hemos venido a bailar

para reír y disfrutar

después de tanto y tanto trabajar

Que a veces las mujeres necesitan

Una poquita libertá”.

No se quedó a escuchar el resto. De repente, el ruido, los colores y el olor a gente que se movía por espasmos se le hizo tan insoportable como los chaqués, las lentejuelas sobre terciopelo negro y los aperitivos de diseño. En cuanto se hubo dado la vuelta, no se molestaron en bajar el tono de voz.

- Son todas iguales. Lo que le hace falta a esa es un buen polvo que le quite las telarañas. A ver si no a qué ha venido aquí. Que se quede con los suyos.

Era la primera vez que la insultaban. No lo sabía, pero había terminado por acostumbrarse a los halagos vanos. Contuvo la respiración y recordó que su madre la estaría buscando preocupada y sin saber a dónde dirigirse. Se aseguró de que el móvil estuviese apagado y quiso volver a casa.

El tráfico parecía cortado en varias calles; cuando preguntaba dónde podía encontrar un taxi, los más jóvenes se burlaban y los más mayores la ignoraban. Se miró en un escaparate y no se reconoció. Lo peor, sin embargo, no era el cansancio sobre los tacones altos ni la sensación de haber ido disfrazada de payaso a una fiesta de etiqueta. Lo peor era la sensación de que aguantaría las lágrimas más tiempo. Pero aguantó.

Desde entonces había pasado por cientos de sesiones de maquillaje, había cantado decenas de arias. Nunca Wagner. Desde entonces les quitaba el papel a los bombones antes de olerlos y tirarlos a la papelera.

- Hoy estás preciosa, Noelia. Te van a adorar.

Noelia sonrió como cada noche, se puso en pie y ordenó los pliegues de la túnica dorada. Le esperaba el telón y, tras él, aquel público inmóvil como maniquíes que sólo aplaudiría, vestido de negro, al final de cada acto.  

Relatos detrás del espejoWhere stories live. Discover now