2.- Liturgia

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Telma miró su carro de la compra. Los mofletes no le daban acceso si movía únicamente los globos oculares, así que estiró el cuello, inclinó la frente y el rostro se le acomodó sobre la doble papada, pegada ya al hueco de la tráquea, el lugar donde los hombres tienen la nuez.   Patatas fritas, berlinas glaseadas, un pack de seis latas de cerveza de medio litro, un plum cake, crema de cacao, pan de molde, cacahuetes garrapiñados, maiz frito, ganchitos, bolitas de queso, palomitas dulces, chorizo Pamplona, Coca Cola, chocolate con avellanas, pastas de te.  

Hacía tiempo que había traspasado el límite de la vergüenza. Hubo una época en que las cajeras de pelo teñido y uñas rotas de laca roja resquebrajada le sacaban los colores. Aquel pudor había desaparecido bajo la quinta capa de celulitis, un poco antes de que ya no encontrase vaqueros de su talla y se viese confinada a ropa de punto que compraba en tiendas para mujeres grandes.   Levantó la cabeza.

Frente a ella se alineaban latas de conservas de pescado. Atún en aceite, calamares en salsa americana, pulpo a la gallega con su pimentón, sardinas en escabeche, boquerones en vinagre, sepia en salsa picante, berberechos al natural, navajas.   Le costaba muchísimo subir las escaleras. Sesenta y seis peldaños. Cuando se mudó le pareció una buena idea, por el ejercicio. Ocho años después le parecía más una broma pesada.

A la altura del primer piso sudaba a chorretones, la cara roja, las yemas de los dedos azuladas porque el plástico de las bolsas le cortaba la respiración. Cuando alcanzaba la segunda planta jadeaba, el pelo se le había pegado por completo a la nuca y los dedos amenazaban con separase de la mano. Desde hacía más de un año necesitba descansar en la última entreplanta.  

Aquel día realizó un esfuerzo sobrehumano y llevó su buen par de cientos de kilos hasta el tercer piso sin detenerse. Le faltaba el aire cuando llegó a su puerta. Dejó las bolsas sobre un bonito felpudo en forma de helado con tres bolas de colores, rebuscó en los bolsillos de la sudadera y entró en casa. Una asistenta rumana, delgada, rubia, muy guapa excepto por el rasgado de los ojos, que le daba cierto aire de retraso mental, mantenía la vivienda en perpetuo estado de revista.

 Telma empujó las bolsas llenas de chucherías con una pierna enorme, fofa y débil y se dirigió al cuarto de baño. Se despojó de las deportivas de abuela. Uno de esos modelos abrochables con tiras de velero porque ya no podía permanecer agachada el tiempo suficiente para hacerse una lazada en cada pie. Se descalzó presionando con la punta de un pie en el talón del otro. Apoyada en la pared del pasillo, claro. Los juegos de equilibrio quedaban fuera de su alcance.   Las plantas desnudas de sus pies dejaron un reguero de huellas sudorosas hasta la silla del comedor sobre la que se derrumbó para quitarse los pantalones, que no cayeron con delicadeza sobre el suelo pulido de madera noble. Se los bajó enrollándolos sobre sí mismos y ni siquiera cuando llegaron a las pantorrilla quisieron resbalar; Telma tuvo que empujarlos con saña  hasta los tobillos. La sudadera corrió el mismo destino.  

Ya en su cuarto destapó el espejo de tres cuerpos que llevaba años cubierto con una colcha de ganchillo heredada de su abuela. La cama estaba preparada ya  con un hule precioso, el más bonito que había encontrado en el bazar oriental de su calle.   Vestida con ropa interior en la que habrían cabido con holgura dos o tres presentadoras de televisión olvidó que se dirigía al lavabo y regresó a la entrada, de donde recogió las bolsas llenas de comida. Le dolían aún las manos de la tensión y el peso, pero no hizo caso. Llevó la comida a su habitación y la dispuso sobre la cama: el pavo braseado, las berlinas de chocolate, las tortillas de maíz, gominotas de colores, pan, chocolate, pastelitos, aperitivos, queso francés, paté.  

Cuando todo estuvo colocado como para una liturgia se sentó en medio, de cara al espejo y tomó un tarro de mermelada de frambuesa y una salchicha blancuzca.   Era la primera vez que se veía comer. Comía a menudo. Había días en los que apenas hacía otra cosa. Desayunaba antes de salir de casa, cuando llegaba a la oficina, a media mañana… Para la hora del almuerzo había desayunado tres o cuatro veces. Nunca conscientemente, nunca con placer.  

Su reflejo no le parecía propio. Verse ingerir toda la basura que había comprado no le parecía real. Buscó un motivo para cada bocado. Y lo encontró. Y con los motivos, que nada tenían que ver con el hambre ni con la comida llegaron las lágrimas.   Dos horas después. Con el mismo esfuerzo y el mismo sudor que había derrochado cuando subía las sesenta y seis escaleras, terminó la comida. No había quedado ni una miga. Se levantó de la cama sin mirarse en el espejo, aunque aquello fue más difícil que llegar al suelo sin que las migas se desperdigasen por todas partes. No obstante lo consiguió. Igual que consiguió, con la lentitud esperable, plegar el hule sobre sí mismo, llevar las esquinas hacia el centro para formar un paquete perfecto, repetir la operación y llevarlo todo hasta el cubo de la basura.  

Un motivo para cada bocado.   No se juzgó. Ya lo había hecho en el pasado y no había servido de nada. En cambio sacó la ropa que se pondría al día siguiente, comprobó que le quedaba la calderilla suficiente para los cafés de máquina que se tomaría y se acostó, tranquila.  

Mañana sería otro día.

Relatos detrás del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora