Cosas de niños 1. La Comba

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Leire dejó el inhalador en las escaleras. A su espalda, las otras chicas no ocultaban sus risitas insidiosas, restregaban las suelas de los zapatos en el asfalto salpicado de baches antiguos -al barrio no llegaban las elecciones- y hacían como que susurraban, pero se aseguraban de que Leire oyera todo lo que decían.

—¿La vais a dejar saltar de verdad? ¿A la gorda?

Apretó los dientes y se dio la vuelta. La puerta de vidrio reforzado, atravesada por barrotes pintados de verde muy oscuro, le devolvió su propio reflejo, demasiado grande para una niña de nueve años. Las gafas no ayudaban, pero no se las quitaría. Quería verles la cara.

—Si eres capaz de saltar veinte veces te dejamos jugar con nosotras.

—¿Sin bromas?

—Palabra de honor.

—Vale.

En su cuarto saltaba a la comba durante minutos y minutos. Ya casi no se ahogaba. Y faltaba poco para que le dieran el alta definitiva. Lo sabía porque su madre, delgada como un palo, la miraba por fin como si fuera su hija. Y una hija que iba a durar, no una rata obesa de laboratorio.

Susana se colocó a un extremo de la cuerda, espigada, peinada con una trenza de raíz de la que no escapaba más que el flequillo liso. Laura, más bajita, de piernas largas y rodillas huesudas, sonreía al estilo de los anuncios de ropa escolar, se hizo con la otra punta.

Leire se colocó a la izquierda de Susana y esperó a que la cuerda se alzara en un arco perfecto dos palmos más alto que ella. No dudó. Con el segundo golpe de la soga en el suelo se metió entre las dos.

Al pimiento colorado

Azul y verde

La señorita Leire

Casarse quiere

Cada verso un salto. Acusó la punzada. Podían haber escogido otra canción pero no habría tenido gracia ¿no? ¿Quién iba a querer casarse con la gorda gafosa?

Y no quiere que sepamos

Quien es su novio

No cerró los ojos y sabía que no se pondría colorada dijeran el nombre que dijeran. A ella los chicos le daban igual.

El señorito Jaime

Que es un pimpollo

Las chicas la observaban, expectantes, de manera que sus rostros infantiles y sonrojados se pintaron de decepción cuando Leire se limitó a seguir saltando. Ya llevaba ocho brincos sin inmutarse.

¿Me quiere?

Sí.

No.

Doce saltos. Quedaban otros ocho. Luego se iría. Para siempre. No tenía ninguna intención de hacerse su amiga. No quería jugar con ellas. Le bastaba y le sobraba con sus libros de colorear.

No

Seis veces más. Notaba los pulmones irritados, pero seis no era nada. Había saltado muchas más veces en casa. Y con la garganta inflamada.

No

Cuatro para terminar. Pensaba irse con la espalda muy recta, como había visto hacer en la tele.

No

Solo quedaban dos.

No

Leire se preparó, inspiró aire por la nariz y agradeció que aquello fuese el final, porque notaba el picor en el pecho, el que precedía a la tos grumosa y, a veces, a las flemas. El arco descendió unos centímetros a su espalda, pero Laura, frente a ella, siguió describiendo círculos con la cuerda.

—¿Cuánto aguantarás, gorda? ¿Veinte más?

Las chicas que miraban se rieron, dieron algunas palmaditas de ánimo y corearon el número.

—¡Veinte!¡Veinte!¡Veinte!

Leire soltó el aire tan despacio como pudo. Eso solía aliviar la presión. Aguantaría otros veinte. Si controlaba la respiración.

Llegaban a dieciocho cuando, otra vez lideradas por Laura, las chicas aumentaron el ritmo de la comba.

—¿No eres como nosotras, vaca?

Leire sabía que no lo era. Era mejor que ellas. Mucho mejor que ellas. Siguió saltando. Contaba 50 saltos cuando notó que se mareaba. Se había concentrado en la cuenta para no oír los insultos ni las risas: "Burra, que parece que rebuznas en vez de respirar". "Ballena, elefante, gorda, gorda, gorda." Se había concentrado tanto que se le había olvidado lo que de verdad importaba: mantener los pulmones llenos de aire. Con el trabajo que le había costado convencer al neumólogo y a su madre de que todo iba bien. De que por fin todo iba bien.

Cayó como un peso muerto, un fardo desmadejado. Se golpeó la cabeza en el asfalto, notó el estallido de dolor, pero no se llevó las manos a la nuca, sino que las estiró hacia las escaleras del portal. Una de las chicas del corro había cogido el inhalador. Vio como corría, los zapatos de charol con pulsera negra sobre los calcetines blancos reflejaban la luz del cielo plomizo. Notó que la niña le cerraba los dedos alrededor del cilindro de plástico.

Y nada más.

Relatos detrás del espejoWhere stories live. Discover now