8.- El niño

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             Andrés esperó a que su mujer saliera de la habitación y se arrebujó en las sábanas calientes del otro lado de la cama. Aspiró el olor que  había dejado y cerró los ojos. Hacía ya un tiempo que se había instalado en la costumbre de la simulación: pretendía que dormirse de nuevo era posible; pretendía que su vida le pareciese normal; y pretendía, sobre todas las cosas, que su matrimonio funcionaba como siempre.

            Con la cabeza escondida bajo las dos almohadas, Andrés hacía lo posible para ignorar a Kazan. Cerraba los ojos con fuerza, se concentraba en los puntos de colores que se le formaban tras los párpados y en el terror a la ceguera que se provocaría si seguía con aquel gesto tan forzado. Pero no servía de nada. Aunque se hubiera taponado los oídos con algodones, habría sabido en qué parte de la casa se encontraba Kazan a cada momento. Primero se encerraba en el baño pequeño, se procuraba el mejor aspecto posible y quedaba  así a salvo de que, si alguien se levantaba a una hora poco apropiada o imprevista, la encontrase desarreglada. Incluso los sábados, cuando se permitía un atisbo de dejadez y volvía a parecerse un poco a sí misma,  Kazan se lo tomaba tan en serio, era tan implacable, que Andrés pensaba, como si nunca hubiera existido, en la época en la que sorprendía a su esposa a medio vestir, con el pelo alborotado y una sonrisa sonrojada en los labios. Era imposible encontrar fuera de su papel a la Kazan que le dejaba en la cama sin un beso todas las mañanas de sábado. Lo mismo que resultaba imposible hallar un defecto en la casa o que Andrés tuviese la posibilidad de esbozar un motivo de queja.

            Se dio la vuelta y colocó las manos bajo la nuca con la intención expresa de espiar los sonidos que Kazan hacía detrás de la puerta. Claudicó: ya había desayunado, había abierto el cuarto de los niños al menos tres veces y aún lo haría tres más antes de marcharse. Ella la llamaba la habitación del niño, como si Nacho, el mayor, no existiera. Andrés la recordaba como el sitio de las reuniones: una habitación que los amigos de voluntariado de Kazan convertían en minúscula a fuerza de humo de tabaco y discusiones acaloradas. Diez o doce personas se reunían allí, solucionaban los problemas de la comunidad, escribían peticiones y buscaban proyectos en los que colaborar. Cuando nació Nacho, las reuniones se trasladaron al salón. Cuando nació el niño desaparecieron.

            A esas alturas era seguro que Kazan se estaría enrollando la bufanda al cuello y calándose el gorro de lana. Cuando salía los sábados le gustaba parecer una negra de barrio bajo americano en lugar de una elegante mujer de color española. En unos segundos abriría la puerta de la calle, volvería a cerrarla para echarle una última mirada al niño y se marcharía hasta la tarde.

            Cuando oyó el portazo, Andrés salió de la cama. En la mesa de la cocina le esperaban tres desayunos completos a los que sólo faltaba la leche caliente.

            El parabrisas delantero seguía congelado a pesar del sol de invierno. Kazan lo roció con agua caliente que había bajado en una botella y esperó a que el hielo se derritiese. Le gustaba observar su aliento escarchado dentro del coche, por eso nunca ponía la calefacción hasta que los dedos se le entumecían alrededor del volante; entonces arrancaba.

            El parabrisas brillaba con las gotas del agua ya templada, pero Kazan no tenía la prisa habitual. Le había parecido que Andrés estaba despierto y le preocupaba.

            Durante el trayecto no conectó la radio ni prestó con el paisaje. Como todo lo que hacía, Kazan conducía de manera seria y consciente. Lo único que podría haber distraído su atención de la carretera era su teléfono móvil, que nunca desconectaba.

            Don Andrés la esperaba. Le hizo una señal desde la sacristía para que se acercase. Otra mujer, mayor que Kazan, blanca, hizo ademán de levantarse, pero el cura la detuvo con un gesto. La mujer miró a Kazan con rabia. Sostenía un rosario temblón cuyas cuentas agitaba compulsivamente sin sentido. Apretaba los labios con tanta fuerza que se le habían convertido en dos líneas tan pálidas como el resto de su rostro. Debía de llevar bastante tiempo esperando y Kazan, con sus vaqueros mal planchados y su bufanda de colores estridentes pasaba antes que ella. Le habría gustado excusarse, pero el cura no dejaba de mirarla y ella tenía la sensación de que estaba tan enfadado como la mujer.

Relatos detrás del espejoWhere stories live. Discover now