1.- En tren

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La niña rubia, los ojos tan claros como se esperaría, subió al autobús. Aún clavaba la mirada en el vigilante de seguridad que la había expulsado. Si hubiera encontrado el valor (ese que su hermano siempre le echaba en cara) le habría escupido; o se le habría pegado al uniforme y le habría desgarrado la chaquetilla cuando la empujara. Había visto cien veces como lo hacían los chicos de su barrio.  

Dos o tres días antes había pasado frente a la puerta de la galería. El título de la exposición no le dijo nada, pero las caras de las mujeres sí. Se parecían al recuerdo de su tía pequeña, la que no había dejado la casa de Brasov ni siquiera cuando en la cara sólo se le veían los ojos. Ni siquiera cuando toda la ropa se le volvió del mismo color gris sucio y parecía que no podría levantar los pies del suelo.   Así que miró las fechas en el cartel y supo que se llevarían las fotografías dos o tres días más tarde.

Esa noche no durmió. Cuando bajaba los párpados se le aparecían imágenes de su tía, que pretendía alcanzarla con unos brazos esqueléticos. Si no hubiera abierto los ojos a tiempo se la habría llevado de vuelta a casa de los abuelos aunque los abuelos estuvieran muertos y en la ciudad ya no hubiera gente, ni colores.  

No dijo nada, pero cuando se levantó por la mañana, mientras preparaba el desayuno de su hermano y cuidaba de que la leche no se derramase; mientras repasaba las fracciones camino de la escuela, ya sabía que suspendería el próximo examen de matemáticas. Porque exámenes habría más, pero las fotografías de las mujeres se marchaban.  

El vigilante no le había quitado el ojo de encima desde que había cruzado la puerta. Las otras personas, pocas, que paseaban por la sala parecían mucho mayores que ella. No eran extranjeras, ni hablaban. Daniela, que paseaba de una fotografía a otra, sin fijarse en las explicaciones de los carteles, sino en los rostros y los cuerpos de los retratos, veía como los demás leían los textos, pero no se paraban en las personas. Todos excepto una mujer mayor que caminaba muy despacio y se ajustaba un par de gafas u otro: las gafas de ver y las de leer. Daniela la seguía sin ninguna intención; porque le parecía que  miraba las fotos como ella. Por eso se paró frente a una en la que la señora se había detenido durante más tiempo. Por eso también leyó el texto de al lado.  

Hacía calor en el tren. El pequeño Günter lloraba como los otros bebés y como algunos hombres. Yo le abracé mucho para consolarle. Mi hermano Otto siempre decía que mi pecho cálido y generoso era el mejor lugar para descansar del mundo, aunque yo no entiendo como un pecho puede ser generoso.  

Después de un rato, el pequeño Günter ya no lloraba. Agitó un momento las manitas y se quedó blando entre mis brazos, que los otros judíos aplastaban contra las tablas del vagón. Quise hablar con Otto, pero él no había subido en el tren.

Cuando nos sacaron, mi bebé se había enfriado y endurecido como el tronco de un árbol. Le hice cosquillas en un pie, pero no respondió. Le miraba todo el tiempo, incluso mientras los soldados nos ponían en filas. La lana de mi chaqueta le había dejado marcas en la carita, como si hubiera tomado mucho sol debajo de una red.

En  mi fila  sólo había madres con sus hijos. Le dije a una de ellas que el pequeño Günter estaba demasiado dormido. Me miró con los ojos redondos. Creo que tenía miedo y que por eso no contestó. Uno de los soldados oyó lo que le decía, me arrancó al pequeño Günter, le agitó en el aire y me arrastró hasta otra fila.

Le prometí a mi hermano Otto que no me quejaría de nada, así que no hablé  cuando el soldado tiró al  pequeño Günter en el suelo. No se movió ni lloró. Yo no podía apartar la mirada del trozo de tierra seca sobre el que yacía.

Nos llevaron a desinfectar, nos cortaron el pelo y nos dieron una ropa gris y basta que me hizo heridas en las muñecas.

A las otras madres también se las llevaron, pero ya no volvimos a verlas.

Cuando se acercó, despacio, a la mujer de las gafas, el vigilante la agarró de un brazo y la arrastró a la calle. Avisó a un compañero mediante un transmisor y no la dejó tranquila hasta que la vio alejarse, con mirada hosca, sentada en el autobús

Relatos detrás del espejoWhere stories live. Discover now