El gato negro, adaptación

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Yo es que si me lo cuentan no me lo creo, así que sois muy libres de pensar que esto es puro cuento. Eso sí, igualito que mi primo, el de los perreques, os digo que yo de loco no tengo un pelo. Si cuento esto es porque me tiene a mal traer… vamos, que me agobia. Y, aunque no soy muy religioso, mejor fuera que dentro. No vaya a ser que me de un pasmo y me muera yo con esto dándome vueltas. Eso sí, como lo viví lo cuento. Que no tiene lógica ninguna ya lo sé, pero es lo que hay.

Yo de pequeño era un poco lelo. Amigos no tenía muchos, pero me encantaban los bichos. Todos. Los otros chavales me tomaban el pelo, pero yo con los animales era más feliz que un ocho. Además, en casa tuvimos de todo: desde pájaros a perros. Los que habéis tenido mascotas y eso ya sabéis lo que es: lo que te dan ellos no te lo da otra persona. Aunque yo tuve la suerte de ir a casarme con una mujer igualita que yo: le gustaba más una tortuga que un collar de perlas, una cosa loca. Así que teníamos el piso que parecía el arca de Noé. Sin exagerar. Peces, perros, loros, conejillos, un mono y, por supuesto, un gato.

El gato era lo más bonito que os podáis echar a la cara: negro, negro… pero negro, vaya. Y más listo que los ratones coloraos. Tanto que mi mujer me recordaba aquello de las brujas, los gatos y los espíritus. No porque lo creyera, hombre. Que somos pobres pero no tontos. Lo decía porque el gato era, de verdad, mucho más listo de lo normal.

Se llamaba Plutón y era como mi mejor amigo. Yo le daba de comer y él me seguía por todas partes. Lo que viene a ser amor del bueno.

Lo que no sé es qué me pasó. Porque, en fin, lo de mi primo y sus ataques había sido desde pequeño, pero a mí es que me cambió el carácter un buen día y me volví tonto del culo. Una cosa depresiva, quejica, me cabreaba por nada… Un asco de persona, que no sé ni cómo me aguantaba a mí mismo. Y ni puñetera gracia que me hace, pero es verdad así que lo diré: me dio por insultar a mi mujer. Y por cosas peores con el tiempo. Los bichos, los pobres, también sufrieron lo suyo. No es que los abandonara, es que a alguno lo maltraté y todo. A todos menos a Plutón, porque le tenía cariño. Lo que pasa es que el pobre envejecía y, según perdía forma, reflejos y lustre, yo perdía la paciencia con él.

Vamos que si la perdí. Una noche llegué a casa cargadito de gintonics y me pareció que el gato me apartaba la mirada. Me cabrearon tanto aquellos humos que lo agarré, el bicho se asustó y me dio un zarpazo en la mano. Yo ni sangré, casi; pero me ofusqué. Lo veía todo rojo y, sin pensarlo más, cogí un pelapatatas que mi mujer había dejado por allí y le saqué un ojo al animal.

¡Qué asco que doy! Si fuera ahora, habría preferido sacarme el ojo a mí mismo, por estas. Y cuando me levanté al día siguiente me sentía fatal, aunque tampoco mucho, la verdad. Más bien poco, supongo, porque seguí a lo mío, cogiéndome unos pedos de no contarlo.

Plutón recuperó más o menos la salud. De cara se quedó más feo que un pecado, con un agujero en mitad de la cara, pero iba y venía como antes. Eso sí, evitándome como si yo fuera el mismo diablo; que tampoco hay que echarle la culpa al animal. Eso pensaba yo, que la culpa era mía. Pero es que yo no era del todo yo y esa culpa se transformó en un cabreo de padre y muy señor mío. A los dos días ya no soportaba al gato de los cojones ¿Qué se había creído? El cabrón vivía en mi casa ¿Qué era aquello de evitarme? ¿No se suponía que el gato me adoraba? Sería culpa mía o no, pero el cacho de carne con pelos aquel parecía bipolar y para bipolaridades ya tenía yo la mía; así que una mañana me bajé a la ferretería, compré cuerda verde de esa de tender la ropa y lo ahorqué ¿No hay Dios? ¿Pues que me perdone?

Del gato no tuve mucho tiempo de acordarme porque por la noche mi casa se incendió. Mi mujer y yo salimos vivos de puro milagro. Y ahí ya sí que me entró la desesperación. Y conste que no quiero decir que el incendio fuera cosa del gato ahorcado. Yo lo único que digo es que la cosa fue justo la noche siguiente al ahorcamiento. Sin más. Punto. Y tengo testigos de que la única pared que quedó de pie fue la del cabecero de mi cama  y de que las llamas y el humo dejaron un dibujo perfecto de un gato con una soga al cuello. Y cuando digo dibujo perfecto, es dibujo perfecto. Y si no, pásame tu Facebook, que te pongo las fotos. Vamos, que hasta salimos en el programa del tío ese que se llama como el portero del Madrid.

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