3.- El hombre de mis sueños

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            Como todas las semanas, Blas se cercioró de que la oficina de Herr Doctorr, como le llamaba Santiago, no tenía nada en común con su propia casa: muebles oscuros, anticuados, pesados, colocados sin gusto, como si al doctor no le importase la impresión que pudiesen causar a sus pacientes. Inmediatamente después, también como todas las semanas, pensó que podría dejar olvidado en la sala de espera algún número de sus revistas de decoración. Incluso un ambiente dos temporadas atrás sería mejor que aquella cueva de oso huraño.

            La recepcionista le hizo pasar a la sala de consulta, donde Blas tuvo la sorpresa semanal de encontrar a un hombre grande como un leñador que sin embargo  le sonreía como una niña. El terapeuta no perdía el tiempo ni abandonaba la sonrisa y Blas se sorprendió tumbado en el diván, escuchando una voz muy profunda que le inducía al sueño. Su último pensamiento consciente, como todos los jueves, fue que los métodos de Herr Doctorr debían de tener algo de mágico.

- Estoy en mi piso. Acabo de levantarme. Santiago está aún en la cama. Trato de ducharme en silencio. Me gusta ver como duerme. Le miro por última vez antes de abrir el grifo

            El hipnotista levantó una ceja y escribió las primeras notas de la sesión: “El paciente no se remonta a su infancia. Tampoco parece que esté soñando, como en otras ocasiones”.

- ¿Cuándo está sucediendo esta escena, Sr. Alberca?

- Esta mañana, antes de venir.

- ¿Y qué ha ocurrido?

- Santiago se despierta a pesar de mi cuidado. Me siento un poco culpable y le digo que lo siento. En realidad lo siento muchísimo. De todas formas, sé que se dormirá enseguida. Tiene mucha facilidad. Me acerco a besarle antes de salir. Me despido hasta más tarde, como siempre, pero él no sonríe.

- ¿Le molesta eso?

- Me asusta. Santiago siempre se despierta de buen humor.

- ¿Qué le asusta?

- Me asusta mucho lo que me dice y cómo me mira. Me mira como si no me conociera; o peor, como si me odiase. Yo no lo entiendo y le pregunto si le pasa algo. Entonces me desprecia. Se nota que me desprecia. Me pregunta si soy tonto, si no me he dado cuenta de que cada mañana hago lo mismo. Yo le digo que no, que no me doy cuenta, pero que me diga lo que es para no repetirlo. Se ríe y me dice que ya está harto, que todos los días le dejo en la cama con la promesa de volver más tarde y con la seguridad de ir a encontrarle ahí cuando regrese. Me amenaza.

- ¿Se siente amenazado?

- No… Sí… No sé, es Santiago el que me amenaza. Da igual cómo me sienta yo. Él se levanta de la cama. No lleva pijama. Yo estoy muy nervioso. Tengo mucho frío. No me atrevo a marcharme.

- ¿Qué sucede a continuación? ¿Consigue tomar alguna iniciativa?

- Santiago se acerca al armario donde guardamos las maletas. Dice que no llore como una niña, que se marcha. Yo no lloraba. Santiago sabe que no soy capaz de llorar. Sólo quiere hacerme daño.

- ¿Y qué hace usted?

- No hago nada. No puedo moverme. Santiago saca las maletas del armario y se ríe. Yo siento los músculos rígidos y mucho frío. Se me han helado los pies, las yemas de los dedos y la punta de la nariz. Dice que por fin se van a cumplir mis pesadillas, que está harto de mí, que ya es hora de que alguien me abandone. Me asusto. Quiero pedirle que no se vaya, pero no puedo hablar, se me ha secado la garganta. Él abre una maleta sobre la cama y tira ropa dentro, sin doblarla. Dice que sabe perfectamente lo que tiene que hacer, que se lo he contado tantas veces que no comprende como no lo ha hecho antes. Yo le miro de la misma manera que he mirado abandonarme a todos los que he querido. Pero entonces eran sueños, y lo de Santiago era real.

- ¿Es usted capaz de reaccionar entonces?

- Sí, cuando veo la ropa arrugada en la maleta voy hacia la entrada. Si bloqueo la puerta no podrá marcharse. No recuerdo haberlo pensado. Sólo me coloqué de espaldas a la puerta y tuve la seguridad de que Santiago no pasaría por allí.

- ¿Consigue salir Santiago de la casa?

- Santiago no se acerca a la puerta. Grita desde la habitación.

- ¿Le ha ocurrido algo?

- No… no lo sé. Me grita a mí. Me dice que… no sé lo que dice, pero me confunde. No sé qué esta pensando. Creo que bromea.

- ¿Por qué lo cree?

- Porque Santiago no grita. Santiago nunca grita. Por eso tiene que ser una broma. Me digo que es una broma, que Santiago ha tenido muy mal gusto. Me digo que tengo que volver a la habitación y decirle que lo deje, que me hace daño. Pero no puedo moverme.

- Entonces lo entiendo todo.

- Se está burlando. Me ha perdido el respeto. Se va a marchar porque no me quiere. Me siento estúpido y ridículo colocado como un espantapájaros en la puerta de mi propia casa. Vuelvo a la habitación. Ya no tengo miedo. Ahora sé lo que hay que hacer. Me alegro de que Santiago vaya a marcharse. Ya no tengo miedo. Cuando entro, Santiago está sentado en la cama. Sigue desnudo y las maletas no están por ninguna parte. Ha cerrado los armarios y me sonríe. Yo también le sonrío. Vuelvo a la entrada y cojo un paraguas. Oigo los pasos blandos de Santiago sobre la alfombra. Me pregunta si estoy enfadado.

- ¿Está enfadado?

- No-. Le doy las gracias y me vuelvo. Santiago está justo delante de mí. Desnudo. Está espléndido y sonríe, aunque creo que no muy convencido. Creo que ahora quien tiene miedo es él. Vuelve a preguntarme si me he enfadado. Yo no le contesto. Levanto el paraguas inglés y le atravieso el ojo izquierdo con la punta. Santiago grita, pero ya no puede irse. Se lleva las manos al ojo herido. Ha puesto la moqueta perdida, y no creo que el paraguas vaya a poder utilizarse de nuevo, pero no importa. Santiago ya no puede marcharse. Empujo el paraguas y Santiago grita más alto y más agudo. Hasta que deja de gritar.

            “Freud diría que el paciente ha recurrido a la técnica del asesinato simbólico para librarse de su miedo. Yo no estoy tan seguro. Una vez terminada la sesión le he preguntado, como cada semana, si recordaba algo. La respuesta ha vuelto a ser negativa, como corresponde. También ha dicho encontrarse mucho mejor. Luego me ha informado de su intención de no regresar. Dice sentirse a gusto con la idea del abandono, que fue el motivo que le trajo a la consulta. Dice haber encontrado las herramientas para enfrentarse a una situación de despedida real y considera que su miedo ha desaparecido.

El rito que el paciente realiza para evitar el abandono es más racional en esta ocasión. No recurre a frases de sentido mágico ni a otro tipo de trucos irracionales. Únicamente bloquea la salida. Podría tratarse de un indicio de mejora. En ocasiones parece reconocer lo irracional de su obsesión. Sin duda se trata de un gran avance. Por primera vez apunta la idea de que sus pesadillas no sean reales o no tengan sentido.

Sin embargo no creo que sea una buena idea interrumpir el tratamiento en este momento. Aunque esta sea la primera vez que el paciente ha mostrado una reacción efectiva, lo cierto es que aún no se ha enfrentado a un abandono efectivo, sino que el mismo ha sido impedido. Debo resaltar además, el uso de un elemento protector y pasivo, un paraguas, como instrumento de agresión y muerte. El paciente no está listo para afrontar una situación de tensión real y debo asegurar que continué la terapia”.

            Cuando Blas llegó a casa admiró, como cada vez que volvía de la consulta de Herr Doctorr, los vidrios mate que cubrían sus armarios lacados, el aire moderno y superficial de las estanterías rebosantes de libros y revistas, la calidez del espacio que había conseguido crear y que imitaba las casas más caras y envidiadas del país. Acarició la pared, espió un momento su imagen en el espejo y se sentó a hojear el último número de su revista favorita. Más tarde se preocuparía de la mancha de sangre de la moqueta. 

Relatos detrás del espejoWhere stories live. Discover now