Capítulo 2: Eres una de ellos.

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—¿Me estás diciendo que has venido desde Francia hasta Londres a pie?

Allan miró a Reby con ojos como platos desde el otro extremo del sofá de su sala.

Recién habían llegado del hospital. Luego de una hora de gritos por sacar una astilla enterrada en lo profundo de la existencia de Reby, ella se reconfortó dando un largo sorbo a la taza con té de manzanilla que sostenía entre sus manos temblorosas. La adrenalina todavía no menguaba en su sangre.

—A pata —corrigió—. Y no fue todo el camino.

A Allan no le hizo gracia. La miró muy serio.

—¿Qué pasa con esa cara de orto arrugado? —le dijo ella, tratando de aliviar la tensión.

—¿Cómo voy a suponer que cruzaste el mar?

—Me brotaron alas.

—Ya, en serio, Rebecca.

Ella hizo una mueca al escuchar ese nombre.

—De acuerdo, de acuerdo, no me llames así —dejó la taza en una mesita y lo miró, suspirando—. Compré un boleto de tren Eurostar. En dos horas y media ya estaba pisando Londres, ¿y qué crees?

—¿Qué?

—Estaba lloviendo.

—¡No me digas! Qué raro —repuso Allan con la voz llena de sarcasmo.

Reby se encogió de hombros.

—Sí, bueno, ya sabes cómo es esto.

Su voz se fue apagando hasta terminar en un susurro y apartó la mirada a su regazo.

A Allan le picó una punzada de ternura en el corazón. Ella nunca le había inspirado tanta miseria ni tanta lástima y era imposible no sentirse mal frente a su estado desaliñado, sucio y delgado.

Hacía dieciocho años que conocía a Reby. Llevaban la vida entera llena de recuerdos compartidos. Ambas familias eran vecinas, sus madres los inscribieron al mismo Jardín de niños; ahí hacían pasteles de lodo con sus pequeñas manos, recolectaban escarabajos verdes y construían albergues miniatura con hojas para las hormigas; recibían el mismo castigo cuando se metían en problemas porque siempre estaban complotados, Allan empujaba la espalda de Reby en el columpio a cambio de que ella lo empujara después, pero nunca cumplía con su palabra y él salía llorando. Además, Allan pasó su infancia acomplejado porque en esa época nunca pudo ser más alto que Reby.

Los padres de él se divorciaron cuando aún era pequeño y tuvieron que mudarse, no obstante, seguían viéndose en la escuela, organizaban piyamadas en casa de alguno de los dos o pasaban horas al teléfono. Hasta que hubo una época en la que Allan se fue haciendo más consciente de que había temporadas en las que Reby faltaba a la escuela por grandes lapsos de tiempo. Llamaba a su casa, pero la respuesta que recibía siempre era una cortante variación de << Lo siento, está enferma, no puede hablar contigo. >>

Cuando ella se "recuperaba", evitaba las fuentes del parque, el aspersor del jardín, las pistolas de agua, las piscinas, el río, los charcos, las nubes... en especial las más grises.

Fue entonces cuando Allan supo que algo no era normal en Reby.

Una pieza ya no encajaba.

Estiró el brazo para cerrar los dedos en torno a los de ella y le dio un apretón.

—Saliste en las noticias. Eres famosa.

Reby miró sus manos unidas y esbozó una sonrisa débil.

—Qué vergüenza.

—¿Cómo acabaste en la calle?

Ella se encogió de hombros, mirando al vacío.

Te quiero, pero voy a matarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora