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Eres diferente, cambiaste...

Una mueca de molestia se reflejó en su rostro. ¿Quién eres? ¿Cómo eres? ¿Porqué de todas las personas tenías que perturbarme a mí? Las preguntas no salían de su cabeza, no lo dejaban pensar o comer en paz, vivía con la incertidumbre cada día.

Despertó en el hospital hace dos semanas con ese extraño sentimiento. Había tenido un sueño extremadamente raro, pero en el fondo lo sentía como importante, crucial. A pesar de que no recordaba tanto le gustaría de aquel sueño, lo poco de lo que tenía memoria era totalmente absurdo, ¡Un completo disparate! Y a pesar de todo, sólo eso le bastó para quedar cautivado y totalmente intrigado.

Rendido, decidió tirarse en el sillón boca abajo, deseando que esté lo tragase y lo escupiera de nuevo allá, ya no le importaba nada. Bufó con pesadez y decepción, por su mente pasaban los recuerdos de ese extraño lugar. Si a Bill le pedían describirlo, él habría dicho que era como una especie de Averno, en el cual, los ángeles más hermosos eran desterrados por la envidia de Dios y habitaban con agonía el lugar.

Recordaba esos preciosos ojos avellana, la forma en la que lo penetraban, buscaban respuestas en él. Tan suplicantes y tristes. Los recuerdos aún permanecían dentro de él estancados y, aunque estos eran recientes, en su mente eran representados como una película vieja; los sentimientos que aquello le transmitía eran extraños pues llegaban como ondas que atravesaban su alma, ondas feroces y valientes,. Un rugido voraz pero roto. Lo sentía y con seguridad lo podría afirmar.

—¿Quién eres?  —se preguntó lleno de curiosidad, acompañado de una sonrisa que a duras penas se notaba.
—Mi bello ángel. —dijo y miró el gran ventanal que tenía a tan solo unos cuantos pasos. Se sentó en el sillón erguido, con los codos en sus piernas y respiró profundo. Miró a través de la ventana, las luces de la cuidad era lo único que iluminaba aquella fría y solitaria habitación— Cuando te tenga te juro que no te dejaré ir. Serás mi tesoro. —dijo con melancolía, bajando la mirada.
Miró el reloj de su muñeca, las diez treinta, volteó a ver lo que tenía a su al rededor; estaba en la sala de estar, las luces estaban apagadas. No había ruido —ya que la mayoría del tiempo estaba solo y sin más compañía que el dulce sabor del licor—, todo estaba sumergido en un silencio sepulcral y abrumador, se sentía triste.

No sólo él, sino toda la casa se sentía vacía y fría, era deprimente todo  aquello. Siempre la misma rutina. Dormir, levantarse, irse a trabajar, regresar a su casa y volver a dormir, para el día siguiente, volver a repetirlo. Demasiado abrumante, por eso había decidido dejar el trabajo de lado, junto con sus responsabilidades. Desde el día en el que había salido del hospital había mandado todo al carajo. Y aún así, aún después de eso, se seguía sintiendo igual, tan solitario como siempre. A dónde quiera que fuera, con quién estuviera, ahí seguiría. Era un sentimiento difícil de describir, porque estaba triste, ansioso, enojado, inspirado, asustado. Raro, finalmente.

No sabía a dónde se dirigía su vida, no sabía a dónde correr o que camino tomar ni siquiera tenía con quién ir. ¿A dónde vas cuando tu mente se rompe? Lo más lógico sería ir con un psiquiatra, pero él no creía que eso le fuera a ayudar, sólo le darían un montón de medicina y ya. Necesitaba algo más, quería sentirse amado.

Extrañaba sentirse así. Por eso ahora que tenía una mínima oportunidad, la aprovecharía sin pensarlo, haría todo lo necesario para conseguirlo. Pues más allá de cautivarlo.

Una sonrisa apareció  inesperadamente, una lágrima recorría al mismo tiempo su mejilla. Eran todo tan complicado, los sentimientos, las sensaciones nuevas. ¿Cómo iba a despedirse de él? ¿Cómo lo iba a olvidar? Es más, si quiera, ¿Sería capaz de hacerlo? La última pregunta aceleró su sistema, haciendo sentir agitado a su corazón.

Eres mi niño Where stories live. Discover now