Capítulo 2: Lyam, el pacto de poder

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El café está caliente y bien cargado, con 3 cucharaditas de azúcar justo como a él le gusta. Bebe un sorbo y deja la taza sobre uno de los cajones que tiene al costado izquierdo de su cama. Suspira, sonríe y se mira las manos trayendo de regreso aquel recuerdo, aquella marca con la que ha vivido por más de 25 años; la maldición. Pasa los dedos de su mano izquierda sobre la palma de la derecha con gran nostalgia, como si se preguntara el qué hubiera pasado de no tenerla, qué tan diferente hubiera sido su vida de no tenerla. Sale de su trance nostálgico como cuando uno sale de un mal recuerdo; suspirando de golpe, pero disimula sonriendo. Levanta la mirada y observa a sus compañeros nocturnos con gran curiosidad.

- ¿Ven esta cicatriz? Pocas personas saben de ella, pocas personas saben cómo me la hice, pero es la que me ha dado casi todo lo que alguna vez obtuve, lo que alguna vez amé, justo hasta antes de conocerla.

Julian no se percata que, mientras habla, la ira y la nostalgia se apoderan del ambiente rodeando sus recuerdos, y al mismo tiempo su cuerpo disminuye de tamaño al punto de quedar como la de un niño. Y es que sus recuerdos lo han llevado a sus 5 años, a un kinder. Julian cursaba su tercer año de jardín.

Julian se encuentra ahí sentado en su carpeta dibujando lo que la maestra le había pedido; el dibujo de un paisaje. La maestra Josefina es dulce, quizá por amar a los niños o por ser una persona un poco llenita; ya saben lo que dicen de los 'gorditos'. Julian la aprecia mucho por eso y por ser una de las pocas personas que pronuncia su nombre correctamente cuando lo lee. 'Julian' cuya 'Ju' se pronuncia como la 'llu' en 'lluvia' haciendo que 'Ju' tenga la mayor fuerza de voz.

Mientras piensa cómo dibujar lo solicitado, mira el de sus compañeros. ve soles de color amarillo, árboles de verde y marrón, pasto verde, pájaros en el cielo y nubes celestes.

- ¿Por qué no puedo ver el mundo a mi manera? No quiero que el sol sea amarillo, no quiero nubes en el cielo, sólo deseo volver con ellos. Se cuestiona aquel pequeño cuyo mundo está destruyéndose de a pocos y por completo.

- ¡Julian, vas a romper el lápiz! - dice la maestra en tono de advertencia tras ver que las manos del pequeño aprietan fuertemente el lápiz.  Julian sale de sus pensamientos. Extraña a sus abuelos, en especial a aquella persona que por cinco años había hecho de madre para él; su tía.

Julian vuelve a su dibujo pues ya tiene una visión perfecta de éste para él; pintar el mundo como lo siente. El sol de rojo lleno de ira para quemar a todos. Las hojas marrones como las muertas en otoño o como sus mejillas sin los besos de su madre. El árbol de verde como el moho tras abandonar un objeto en la húmedad o como el que rodea a su corazón en lágrimas tras arrebatarle a su familia. El pasto negro como el piso que pisaba cuando regresaba a casa. Sus lápices tienen que ser tajados una y otra vez pues la intensidad de sus sentimientos ya era notoria, no sólo por las lágrimas que se asomaban para recorrer por sus mejillas, si no por la presión con la que empuñaba sus lápices en la hoja de papel en la que plasmaba su mundo. Tras terminar su obra maestra interpretada desde su entendimiento, invita con tono mandón a su primo José a pintar como él lo había hecho pues no quería ser el único que pintase su dibujo diferente al resto, así que le ordenó hacerlo igual. Este se rehúsa a hacerlo haciendo que Julian le grite muy fuerte. A pesar de ser más alto que Julian , casi siempre su primo hace lo que éste le pide; excepto aquella mañana.

- Hazlo como yo lo hice. ¡Tienes que hacerlo como yo!

- Pero el sol no es rojo, Julian, ni las hojas marrones —replicaba su primo José tras ver el dibujo de Julian— No lo haré así.

- Pero yo quie... —Julian se calla al escuchar el grito de Josefina- Ya terminé, susurra.

Grande fue la sorpresa de ella al ver el trabajo de Julian.

- ¿El sol rojo? ¿Pasto negro? ¿Qué clase de malcriadez es ésta?, semi grita la maestra con tono acusador haciendo uso de voz grave, de esas que hacía que cualquier niño de 5 años temiera.

Josefina sigue con su discurso de buena conducta pensando que todo ello había sido producto de un berrinche de niño rebelde. Poco o nada imagina ella lo que en realidad estaba pasando con él, y mucho menos lo que pasaría con él. Julian no escucha ni una sola palabra de lo que Josefina está diciendo. Él sólo siente un gran dolor en el pecho como fuego quemando por dentro. Desesperación por volver a su mundo es todo lo que siente, pero sus protectores ya no se lo permiten, y a todo ello se suma el hecho que ya no es obedecido. Julian creció con la consigna 'Pide y se te dará' lo cual hizo que creyera que todo lo que él quisiera se cumpliría. Sin embargo, todo estaba cambiando y él no lo soportaba. Entre más hablaba Josefina, él sentía más las ganas de explotar.

Julian ya había tenido ese sentimiento anteriormente, esas ganas de explotar, esas llamas en su interior y ya había escuchado aquella voz que susurra en su oído como el viento en días de otoño. Sin embargo, la persona encargada de él antes que sus protectores lograba apagar esas llamas, ese dolor, y callar aquella voz desconocida que se asomaba desde su inconsciente; lo hacía con un simple abrazo y un beso en la mejilla, un 'te quiero' y una sonrisa, pero ella ya no está ahí. Ya no está con él, está solo, ni los que debían protegerlo están ahí, no hay quién detenga la inminente reacción del pequeño.

Cierra los ojos y antes que pueda decir su típica frase '¡Ya, déjame!' siente al mundo detenerse y en frente de él a un tipo alto, de pecho ancho y grandes manos, traje rojo encendido con unos pantalones blancos, descalzo, con una especie de vapor saliendo de él, piel muy oscura como quemaduras y una sonrisa endemoniada como si hubiera logrado algo. Sin embargo, nada de eso asusta al pequeño Julian. Observa muy atento a la mirada del caído. Ojos grandes en cuyo interior puede verse inmensas llamas que provocan un gran dolor, el mismo dolor que Julian llegó a sentir en el pecho. Un dolor al que, con el tiempo, tendrá que acostumbrarse.

- ¿Tú paraste a las personas? —pregunta el pequeño con voz rasposa a causa de la ira que éste siente.

- Yo puedo ayudarte a volver a tener el control de tu mundo. A que todos te obedezcan —dice aquel inmundo haciendo caso omiso a la voz del pequeño— Yo puedo poner el mundo a tus pies, tener a las personas en tus manos.

El dueño de aquella mirada de fuego era Lyam, nacido de las llamas de la ira producidas en el infierno por los humanos inmundos caídos. Capaz de dar gran poder de control sobre el resto y temor a quienes lo miren, pero también de atrocidades cuando un humano es poseído por él. El trato era sencillo, obtener aquel poder a cambio de una cosa, las manos.

El mundo continúa, y la maestra deja de gritar esperando una respuesta por parte de Julian. Con todas las miradas puestas en él, Julian, poseído ahora por su demonio envuelto en ira, toma un lápiz y con la fuerza que le daban aquellas llamas, se incrusta el lápiz en la palma de su mano derecha dejando una marca que deberá portar hasta el fin de sus días. La incredulidad de todos era notoria, y el castigo inminente. Julian es llevado a enfermería, pero no habría medicina que cure su herida. No sangraba, no dolía, no existía, sólo la marca del trato cumplido. Julian ofrendó sus manos a cambio de poder, a cambio de obediencia por parte del resto de humanos. Desde entonces Lyam lo acompaña, y Julian porta aquella marca para recordarle que tiene el mundo en sus manos, pero que no podrá construir futuro alguno porque todo lo que con ira se construye, al final se destruye.

El silencio inundó la habitación, los 7 estaban sin palabras, y el café aún a la mitad.

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Ese día fue la primera vez que Lyam y Julian se conocieron. Y tú, ¿cómo tu primer demonio y tú se conocieron?

Julian G.A.

Cartas nocturnasWhere stories live. Discover now