Prefacio

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El ataúd baja con lentitud, justo como lo hacen sus lágrimas

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El ataúd baja con lentitud, justo como lo hacen sus lágrimas. Los sollozos se terminaron desde hace mucho y, ahora, ya no le queda nada. Se siente hueca. Como un pozo sin fondo que está, de alguna manera, repleto. Hasta el borde de oscuridad y resentimiento.

Doloroso.

Crudo.

Aterrador resentimiento.

Ni siquiera ella misma sabe cómo es que puede sentir ese odio tan profundo en el cuerpo tan pequeño que posee.

De pronto, se siente como si fuese un agujero negro dispuesto a acabar con todo a su paso.

Un brazo pesado se posa sobre sus pequeños hombros de niña. El cabello rojo como el fuego se le revuelve cuando una ráfaga de viento los asalta y se abraza a sí misma antes de deshacerse del tacto de un movimiento suave.

Madeleine no quiere que nadie la toque. No quiere que nadie se le acerque. Solo quiere quedarse ahí a echar raíces. A alimentarse de los restos de los cuerpos que descansan debajo de sus pies. Desea, con todas sus fuerzas, cerrar los ojos y olvidarse de que está ahí, porque su madre ya no lo hace.

Nunca más lo estará.

Un Guardián la ha matado. A ella y a su hermano, ese al que juntas esperaban con ansias porque aún no nacía.

Da un paso hacia enfrente cuando la tierra comienza a caer sobre la madera del lugar donde yacen los restos de su única familia. Lágrimas nuevas se deslizan por sus mejillas.

Se acerca al borde, pese a que los adultos le piden que regrese, y se acuclilla. Toma un puñado de tierra, lo sostiene en sus pequeños dedos apretados y, luego de reprimir un sollozo, lo lanza al agujero.

—Sé que no soy una Black —susurra en voz tan baja, que nadie puede escucharla. No importa si no pueden hacerlo. No habla para alguien que se encuentre vivo. Se dirige a un recuerdo. A la energía en la que su madre se ha convertido—. Te escuché decírselo a mi tío la otra noche. —Traga duro—. Sé que no tengo sangre pura y que no soy digna de vivir con todos los del Clan; pero, te prometo, mamá, que voy a vengarte. —El temblor en su voz solo refleja la ira y el dolor que crecen en su interior, como el gusano más insidioso—. No necesito ser la hija de ningún demonio para hacerlo; mucho menos tener la sangre más pura. —Reprime un sollozo—. Y no voy a descansar hasta que los Knight paguen por todo lo que han hecho.

Los susurros —que hasta ahora se habían mantenido a raya, como un rumor lejano en la parte trasera de sus pensamientos— elevan la intensidad de todo aquello que pronuncian y son ininteligibles, como si la declaración de la chiquilla les inquietara...

... O les fascinara.

Se relame los labios. El regusto salado de las lágrimas le llena las papilas gustativas y se pone de pie con lentitud antes de secarse la humedad de las mejillas y sacudirse las rodillas.

Su madre habría querido que se las limpiara.

El nudo en su garganta se aprieta y se estremece hasta los huesos. La resolución se ha asentado en todo su cuerpo, como si hubiese tomado la decisión más sencilla del mundo. Como si no fuese una chiquilla de diez años haciendo la promesa de acabar con un linaje de guerreros legendarios. Ese que proviene de nada más y nada menos que del mismísimo Miguel Arcángel.

Lo hace como si fuese la criatura más poderosa del mundo. Como si los susurros en su cabeza fuesen capaces de darle la habilidad de destrozar el equilibro energético —ese que ya está muy dañado— del planeta entero, como la mujer de esa antigua leyenda; esa sobre la madre del primer Guardián.

La historia iba de una chica común y corriente, más humana que cualquiera, pero que cargaba con una horrible maldición: la destrucción. Madeleine recordaba haber escuchado a sus compañeros de curso hablar de ella. De lo que era capaz de hacer y de cómo terminó engendrando al primer Guardián con instrucciones de Miguel Arcángel para así salvar a la humanidad —y su vida.

Es su heroína. No por la parte de los Guardianes —porque los odia—, sino por la parte de la destrucción.

A Madeleine siempre le ha atraído el caos. La oscuridad.

«Eres más fuerte que ella». Una voz se abre paso suavemente por encima de las otras, pero la declaración es tan ridícula, que la niña la deshecha y se concentra en su objetivo una vez más.

Se permite unos cuantos sollozos más. Luego, se enjuga las lágrimas y toma una inspiración profunda.

Sus dedos viajan hacia el colgante que lleva en el cuello. Ese que su madre le dio la noche en la que murió e instruyó que jamás debía quitarse. Ese en forma de estrella de seis picos.

Lo aprieta entre los dedos temblorosos.

—Voy a acabar con todos ellos, mamá —dice al aire, con la voz ronca, sin importarle si alguien puede escucharla—. Así sea lo último que haga.

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¡ESTAMOS DE REGRESO, GENTE!

Sigo sin soler dejar notas al final de los capítulos, así que sigo sin saber si alguien va a leer esto, pero cuéntenme si lo hacen.

Aquí les dejo el prefacio de Guardián. Lo esperamos durante mucho  —muchísimo— tiempo, ¿ah, que sí? Espero que disfruten un montón de esta aventura. sigo sin tener idea de cómo diablos haré para contarles todo lo que quiero sobre Madeleine (e Iskandar), pero espero que disfruten del desastre que se viene tanto como a mí me dolerá la cabeza escribirlo. 

Las actualizaciones empiezan en dos semanas a partir de hoy (y si no sabías, es señal de que debes seguirme en mis redes sociales para que te enteres de chismecitos así. Ah. xD). Así que nos leemos dentro de casi nada. <3

Ahora sí me voy. Es muy probable que esta nota desaparezca, pero, si la leíste toda. ¡Gracias! Trataré de ser más breve a la próxima. 

Ya me voy. ¡Adiooós! <3
-Sam.

 ¡Adiooós! <3-Sam

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