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Es muy temprano en la mañana cuando llaman a la puerta de mi habitación, pero, como puedo, salgo de la cama y abro.

Estoy más dormida que despierta, pero eso no impide que me saque de balance al encontrarme de frente con Lydia, mi prima.

Me mira con esos grandes ojos verdes de los que es poseedora y, con un gesto ansioso, se pone el cabello —larguísimo y rubio— detrás de las orejas.

—Mi tío quiere que todos bajemos a la sala de estar. Es importante —dice, sin más, y aprieto la mandíbula solo porque eso no puede augurar nada bueno.

El padre de Enzo no habla con nosotras. Nunca. Para él, nuestra presencia en esta casa es similar a la de un mueble empolvándose en el sótano. No le importa qué hagamos siempre y cuando no afecte en lo absoluto al perfil bajo con el que nos movemos. Ni siquiera le importó que Lydia decidiera que no quería estudiar más el año pasado que terminó el bachillerato. No se molestó, tampoco, en preguntarle si se encontraba bien luego de la muerte de su padre.

Tampoco ha hecho nada por sacarla de ese agujero que ella llama habitación desde que entró en esa depresión que dice que no tiene, pero que, claramente, la consume poco a poco.

Antes, Lydia y yo éramos inseparables. Ahora, por más que trato de acercarme, me es imposible llegar a ella o entablar una conversación de más de dos palabras.

—Ahora bajo —digo, con la voz enronquecida por la falta de uso, y ella me regala un asentimiento antes de echarse a andar hacia la planta baja.

No me molesto en ponerme otra cosa que no sea una sudadera gruesa —porque hace un frío de los mil demonios— y unas pantuflas desgastadas que me regaló Enzo hace dos navidades.

Me tomo unos minutos para lavarme la cara y los dientes antes de bajar, pero no me molesto en desenredar el nido que es mi cabello en estos momentos.

Cuando bajo las escaleras, no puedo evitar sentir el corazón latiéndome a tope. Las conversaciones con el tío Theo siempre son un mal augurio.


En la sala se encuentran mis dos primos —Enzo y Lydia— y mi tío. Los tres están acomodados en la sala avejentada y anticuada de la casa. En cuanto pongo un pie en la estancia, me observan.

—Buenos días —musito, acomodándome en el lugar más cercano, pero la única que me responde es Lydia.

—Voy a ser breve. —Mi tío comienza a hablar sin más preámbulos y mi nerviosismo incrementa cuando veo cuán descompuesto luce.

Theodore Black siempre ha lucido peligroso. Pese a la delgadez de sus facciones y el color entrecano de su cabello, el padre de Enzo siempre ha sido un hombre imponente —y aterrador, si puedo ser honesta.

Al ver que todos lo miramos expectantes, continúa:

—Esta mañana ha llegado un citatorio. Es de Sylvester Knight en persona y es para indagar en la relación que existe entre la muerte de tu padre, Lydia, y la aparición de un demonio en la preparatoria de la ciudad. —Sus palabras solo hacen que el nudo que ya se había formado en mi estómago se apriete un poco más, y el silencio que le sigue a ellas solo hace que sienta la necesidad de llevarme la mano al cuello; hacia el colgante de plata en forma de Estrella de David que siempre llevo conmigo—. Claramente, las sospechas acerca de nuestro linaje siguen latentes entre los Guardianes, así que necesito pedirles que sean discretos. Nada de meterse en líos, ni hacer cosas que puedan alterar la energía de la Línea. —Cuando dice esto último, me mira de soslayo. Sé que ha hablado de mí y el Tarot, y el Oráculo sisea en mis oídos algo que suena como a una queja—. Lo digo muy en serio. Tenemos que mantener el perfil bajo.

Guardián ©Where stories live. Discover now