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Cuando abro los ojos, lo primero que veo es el techo blanco iluminado por una suave y tenue luz amarillenta.

Parpadeo unas cuantas veces tratando de deshacerme de la sensación de pesadez que me invade el cuerpo, pero no lo consigo. No de inmediato.

Poco a poco, retazos de recuerdos empiezan a llenarme la memoria y me incorporo de golpe cuando uno en particular —ese en el que estoy siendo atacada por una criatura extraña y poderosa— regresa a mí.

Tengo el corazón acelerado, pero se detiene una fracción de segundo cuando desconozco la estancia en la que me encuentro.

Es una habitación amplia —demasiado amplia para mi gusto— y estoy sentada sobre el colchón más grande en la que he tenido la dicha de recostarme.

La estancia es apenas iluminada por la suave luz de las lámparas de noche que están posicionadas sobre los dos burós junto a la cama y, pese a que no puedo ver mucho por la poca iluminación, soy capaz de averiguar que estoy en un lugar en el que jamás había estado.

—Estás en mi habitación. —La voz ronca proveniente de un rincón de la recámara hace que, de inmediato, vuelque mi atención hacia ese punto.

Casi se me sale el corazón por la boca cuando noto la figura familiar que no había visto antes.

Iskandar está ahí, sentado sobre una silla de escritorio que tiene aspecto de ser muy cómoda, pero todo en él grita alarma y cautela; como si hubiese pasado mucho tiempo ahí, esperando a que despertara.

Verdadero pánico empieza a llenarme las entrañas, pero me las arreglo para mantenerlo a raya mientras respondo:

—¿Estoy en calidad de detenida?

—No.

—¿Entonces soy un rehén?

No me atrevo a apostar —porque la habitación está muy oscura y apenas logro tener un vistazo de sus facciones duras y hoscas mirándome con fijeza—, pero casi puedo jurar que le vi hacer una mueca de desagrado.

—Por supuesto que no. Estás aquí en calidad de damisela en apuros.

—No soy una damisela en apuros.

—Pues parecía lo contrario en el bosque —ironiza, al tiempo que se pone de pie y se acerca un par de pasos.

Durante una fracción de segundo, me descoloca verlo de la forma en la que está ahora: con ropa cómoda; completamente distinta a la vestimenta reglamentaria de Guardián con la que lo he visto siempre.

Todas las prendas que lleva encima son oscuras —negras y grises en su mayoría—, pero, mirarlo solo con un pantalón de chándal y una remera de mangas largas —sin cuellos altos, botas de combate y todo eso en su atuendo que luce hosco y duro—, es toda una experiencia.

Con todo y eso no me atrevo a bajar la guardia. Todavía no puedo sacudirme del todo nuestra interacción en la iglesia, así que prefiero andarme con cuidado.

Sacudo la cabeza en una negativa.

—¿Me seguiste a casa?

—Me aseguraba de que llegaras sana y salva —dice, con dureza; pero me mira con una expresión tan incierta, que casi olvido todo eso que tanto me inquieta—. Lamento no haber llegado antes.

Entorno los ojos, confundida.

—¿Qué fue lo que pasó?

Suspira.

—Fuiste atacada por un carroñero.

Parpadeo un par de veces, confundida.

—¿Un carroñero?

Guardián ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora